Parte 1 Sin Título

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Las esquinas del silencio.

Por Juan Setien del Valle.

29 de Febrero de 2008.

Siempre he pensado, mi querido amigo, y perdona por el agrio regusto que mi verbo abandonará en tus ojos, que la caída es cuestión de arte, y lo realmente propio de mi pensamiento es que la caída tiene un cierto halo romántico, pero no el caerse de bruces, por supuesto, o estrechar el suelo con los labios y con el pecho. No hablo de eso, ni de la caída bronca, vulgar, trastabillada, inútil, no aquella que empieza y acaba con el mismo "¡Ay!" que pronunciamos asustados al experimentar la horrible sensación de desequilibrio, no una caída con retorno, no una caída en la que estiramos los brazos contra el suelo y nos ponemos en pie con una leve flexión y caminamos estables. No hablo de ésa. Es otra. En ella no hay más vuelta atrás. Todo acaba. El alma de uno renuncia a la vida. Lo ha dado todo y por eso lo ha perdido todo. He ahí lo poético y lo romántico. Se encierra en esa sospecha de que no queda un paso más que dar, sólo la noche, la inevitable noche sin esquinas; es una fuerza que nos guía hasta ese laberinto imbricado sin posibilidad de desandar lo andado y empezar de nuevo. Esta caída es la decadencia, pura, ese ir limándose, la erosión, ir pelando capa a capa hasta dejar desnuda al alma, ese ir lento hacia lo hondo, sin salida, arrastrado hacia el muelle de las profundidades custodiado por el vino agrio y la contundente derrota, ese perderse poco a poco en el horizonte entre una telaraña de niebla con grumos espesos al alejarse con pie incierto. Nunca ha habido algo más romántico y más poético que la derrota abrupta trabada por una lenta decadencia, casi muda, inaudible. Y la escultura de huesos y de piel, que antaño fuimos y fue sólida, se va deshaciendo mórbida, suavemente. La delgadez raquítica enferma hasta a los huesos, y la forma de uno es sólo la de un esqueleto decrépito y mudo, una sepultura andante que aún no se ha dado cuenta de sus heridas mortales, que aún no es consciente de que cae, de que sigue creyendo su mentira como si fuese la creencia de que tras el alba viene la luz poderosa del día. Cuando caes de este modo, tú mismo eres incapaz de decirle al tiempo, "Detente", y examinarlo luego con meticulosidad. Estás tan enfrascado en la inercia del fracaso que no sabes ver que el suelo se te acerca a los ojos. Ya es demasiado tarde para mí; siempre es demasiado tarde para mí.

Creerás al leer esto que la angustia y el pesimismo se me han abrazado a las palabras hasta fundirse e introducirse en lo hondo de su sentido y partirlas por dentro, y creerás también que me pesan duro sobre el aliento, haciéndole jirones, como si fueran un árbol de espinos afilados. Parece que exhalara la piel de mi alma en una bocanada y las entrañas por las que se deslizara fueran ásperas y astilladas y le agrietaran la piel a ese humo vaporoso que es mi alma. Yo también llegué a creer que dejaba que nevara una capa de polvo sobre la alegría, ocultándole a mis venas todo ese paisaje rutilante, donde la sed tiene siempre forma de sonrisa. El sol de los días, mi querido amigo, se me ha vuelto oscuro, y su luz es crepuscular y casi rota y sólo consigue engordar las sombras. Ahora me parece vivir en un mundo de sombras. El luto es la vestimenta de mis ojos; la piel de mis venas, endrina; y las lágrimas de mis venas tienen la consistencia correosa de la tinta embrutecida por grumos espesos. Todo en mí tiene el color de la derrota y del silencio. En cada sonido me parece estar escuchando el funeral sombrío de mis horas. El silencio está preñado del tañido mortuorio que asoma atronador de entre las rejas del camposanto, y su consistencia es fecunda y perenne. Se propaga infatigable por entre los montes de mi alma. Soy cera ya deshecha, consumida. He llorado mi piel, arrugándome el alma hasta deshacerme. Soy hondo como la gruta del cadáver, inmóvil como el cadáver mismo. Tengo el corazón entumecido. No tengo fuerzas para seguir llorando. Estoy metido en esa fiebre imparable de la decadencia, siempre cuesta abajo, sin poder siquiera levantar la cabeza. Ahora que más perdido me hallo en la inercia y menos soy dueño de mí, siento que la poesía se me derrumba sobre mí y me esclaviza y hace de mí un héroe romántico, de esos que nada les queda porque luchan contra algo más grande que ellos, porque lo han dado todo. Huí de la ciudad intentando encontrar refugio en una solitaria casa de piedra enclavada entre cedros y robles, en mitad de ninguna parte y el olvido, donde ni siquiera pueden seguirme los fantasmas de mis recuerdos. O al menos eso pensé al principio. Pero me equivoqué. No estoy solo. No hay refugio al que los recuerdos no lleguen. Son una carga pesada que si te la extirpas, te arrancas de cuajo las vísceras de la vida. Es inútil huir, porque inevitablemente vuelves a encontrarte con ellos o ellos te encuentran a ti. Florecen cuando la tristeza es más profunda o cuando el miedo hace trepidar a tus huesos y te enciende la adrenalina y los huecos de las sienes te palpitan en extremo excitados. Florecen con su aroma a tristeza, embalsamándote las estancias de tu alma. Los recuerdos siempre son dagas de fuego devorándote los ojos...

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⏰ Última actualización: Jul 26, 2016 ⏰

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