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Romeo pasó con algo desinterés el cordón al lado contrario y por debajo del otro, apretó. Formó un nudo desaliñado y volvió a apretar. Hizo una mueca cuando vio el resultado; hasta un niño pequeño podría haberlo hecho mejor. Bufó, bajo los pies del asiento del auto y se acomodó lo más que pudo. Él era un completo desastre.

Se puso a contemplar el mundo desde la ventana del automóvil de sus padres. El día era horrible, inestable; llovía por momentos y por otros salía el sol. El paisaje era siempre el mismo, árboles, carretera y más árboles. Estaba aburrido y no tenía nada para entretenerse. Y, además de todo, le dolía el trasero de haber estado sentado por tanto tiempo. Sentía que había pasado una eternidad desde que habían salido de la casa de sus tíos.

Y no, no exageraba. Habían estado sentados en el auto por más de ocho horas, y el pelinegro estaba a punto de perder la paciencia. Su primo tenía razón, los Capuleto eran los culpables de todo.

Gruñó cuando recordó el lugar al que estaban dirigiéndose.

¿Por qué sus padres lo metían a él en ese aprieto?

Él no era el mejor hijo del mundo y lo sabía, pero no era tan malo como para que sus padres lo obligaran a casarse.

Le asustaba eso, pero su abuelo no parecía querer cambiar de idea y sus padres, lejos de verse enojados, estaban encantados. Veían perfecta la situación: el hijo mayor se casaba con una de las hijas de los Capuleto, se solucionaban los problemas económicos y se libraban del problema.

Romeo se sentía impotente y, en menor medida, enfadado.

Recargó la cabeza en la ventanilla del automóvil y tuvo que fingir estar dormido para que su padre no viera sus ojos cristalizados. A pesar de la circunstancias las reglas no debían olvidarse. Nunca. Porque un hombre de verdad nunca debía llorar.

Recordó cuando su padre le había dicho esas palabras por primera vez. Había sido cuando era pequeño, no tendría más de nueve o diez años. Casi pudo ver en entre sus recuerdos a su padre mirándolo con desaprobación y, en gran parte, desprecio; y a su madre desviando la mirada, incómoda.

Bajó la cabeza con los ojos todavía cerrados, rogándole a todos los Dioses que su padre no hubiera visto sus ojos aguados por el espejo retrovisor.

Como siempre, su mala suerte le jugó nuevamente en contra.

Luz de luciérnagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora