Lo que tu cuerpo recuerda

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Tenía la piel de porcelana. 

Y no, no era otra estúpida metáfora. Debía tenerla. Era la única explicación posible. Tan blanca, tan frágil… hasta le parecía ver las grietas que las bofetadas de aquel matón habían abierto en ella. ¿O era otra vez su imaginación? 

Lyl saboreó su copa de vino con lentitud, al igual que las otras diez o veinte personas que se sentaban en butacas de aquel lujoso salón de hotel. Nadie sabía a qué habían venido allí, sólo ellos mismos. Eran silenciosos, discretos, vestían de negro, y encarnaban veinte demonios contemplando un inocente. Lyl, la elegante y enmascarada ejecutiva como todos allí sólo era una pieza más del proceso. Una cara anónima. Una compradora. ¿Se sentía culpable? Quizás. ¿Iba a dejar de hacerlo? Desde luego que no. 

El matón volvió a golpear a la chiquilla. Esta vez la bofetada le giró la cara y la niña profirió un quedo gemido. No debía tener más de veinte años, y a duras penas superaría la mayoría de edad. Tras la bofetada se quedó en el suelo del escenario, encogida en su desnudez, y las cadenas con que estaba atada tintinearon a su alrededor mientras temblaba. 

―¿Qué edad tiene? ―preguntó alguien del público. 

―Dieciocho ―contestó de manera automática el vendedor. Lyl no podía verlo, pero sabía que se escondía tras algún rincón del escenario. A esos bastardos les gustaba mantener el anonimato. 

―¿Origen? 

―Inglesa. 

Se abrió un silencio tenso en la sala. El matón volvió a acercarse a la chica, que empezó a temblar descontroladamente, y la agarró del pelo para hacerle levantar la cara. Lyl sintió que una brizna de reconocimiento se abría paso a través de ella. La chica tenía los ojos azules, de un azul muy pálido y puro. Toda ella desprendía pureza. El cabello rubio, corto, desmadejado y un poco sucio de su propia sangre. La piel de porcelana. Los bracitos de muñeca. Y esa cara torturada… 

De repente, la copa de Lyl se deslizó de sus dedos y fue a estrellarse al suelo. Nadie prestó atención. 

―¿Empezamos la subasta? ―dijo el vendedor. 

―Una última pregunta ―replicó Lyl, con una extraña voz ronca. Algunos de los presentes se giraron a mirarla. Era la única mujer de la sala, pero no era tan raro encontrar mujeres ahí. A veces ellas también tenían fetiches extraños―. ¿Cuál es su nombre? 

Una quietud sepulcral invadió el salón. Algunos de los presentes murmuraron. Y otros hasta profirieron silenciosas carcajadas. 

―Los productos que aquí vendemos pierden el nombre desde el momento en que entran a formar parte de la mercancía, señorita… 

―Sólo quiero saber su nombre. 

―Esta criatura no tiene nombre. 

Si lo tiene, replicó Lyl ofendida, arañando con las uñas los brazos de la butaca. Sus ojos se desviaron inconscientemente hacia esa cabecita rubia, escondida entre las rodillas. Y con un cierto matiz de desesperación, pensó: 

… Anna… 

―Diez mil. 

―Quince mil. 

―¡Treinta mil! 

Las voces llegaban de un modo lejano a la cabeza de Lydia Johnson. La copa seguía rota en el suelo, a sus pies, y el vino parecía ahora sangre manchando la moqueta. 

―¡Cuarenta mil!

―¡CIEN MIL! 

Esta vez, las cabezas que se giraron a mirar a Lyl lo hicieron con una mezcla de desconcierto, sorpresa, y el punto de confusión con que se mira a quien acaba de volverse loco. La mujer se levantó de su butaca y, alta como era, caminó hasta el escenario. Su sombra se cernió sobre la chica y esta se encogió más sobre sí misma. No la tocó; sólo la miró, silenciosa, lúgubre. Y susurró algo que supuso que nadie más oiría. 

―Ha pasado tiempo, Anna… 

Pero el vendedor esperaba. El silencio se expandía, y ella estaba obligada a romperlo para seguir el protocolo. Nadie hacía algo que no debía en aquellas subastas de tráfico de blancas. Suficiente había llamado la atención preguntando el nombre de la niña. 

―Cien mil en metálico ―anunció con un deje de soberbia―. Fin de la subasta. Yo me ocuparé de ella.

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⏰ Última actualización: Oct 10, 2013 ⏰

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