La ciudad de los ángeles caídos

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                En ocasiones como aquellas, añoraba el cielo. En comparación con las avenidas húmedas y nauseabundas que proliferaban a su alrededor como cucarachas, ser el perrito faldero de Jehová casi merecía la pena. Pero Samael solo caía en dicho pensamiento, si ignoraba las humillaciones, la falta de libertad y la castración volitiva a la que debía someterse, todo ello por cortesía de Gabriel.

Entre los humanos, existía la creencia general de que los ángeles eran unos seres bondadosos y puros, que no habían conocido maldad en su inmortal vida. No obstante, nada podía estar más lejos de la realidad. La mayoría de aquellos necios, desconocía por completo la existencia de rangos ente los sirvientes de Jehová. Había querubines, serafines, tronos... pero de todos ellos, no había nadie peor que los arcángeles. Operaban como guerreros bajo la orden directa del gran jefe y poseían licencia para obrar como les viniera en gana. No respetaban a nada ni a nadie y se escudaban en los llamados "designios divinos".

Samael los detestaba con todas sus fuerzas y el sentimiento era más que mutuo. Este odio compartido, resultaba de lo más curioso, pues Samael era después de todo, un arcángel más. Sin embargo, no gozaba de los mismos privilegios que sus semejantes. Al contrario, Samael era repudiado tanto entre los mortales, como entre los eternos. Los hombres lo temían por ser el arcángel de la muerte y los moradores de los cielos lo desdeñaban por considerarlo indigno de su puesto, tan solo porque disfrutaba de agradables escarceos en la Tierra. En su defensa, había argumentado que todas aquellas aventuras habían sido totalmente espontáneas y nunca proyectadas con anterioridad. Samael tenía un aspecto muy exótico. ¿Qué podía hacer si las mujeres humanas lo encontraban irresistible? Miguel opinaba que debía negarse. Como arcángel de la muerte, decía, había de tener una voluntad de hierro. Sin embargo, su trabajo nunca se había visto perjudicado. ¿Por qué debían privarse de los placeres mundanos, si no se interponían con sus deberes celestiales? Y sobre todo, ¿cómo era posible que fuera el único en notar la injusticia inherente en sus votos?

El arcángel resopló intensamente. En realidad, nada de aquello le importaba ya. Caminó por las encharcadas calles de Roma y en la Via di Porta Angelica, se adentró en un atestado bar. Quién le iba a decir a él, que el viejo Lucifer se escondía tan cerca del Vaticano.

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