Capítulo I: El Niño

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Sentía que me desvanecía en la penumbra. Cada poro de mi piel sudaba gotas con olor a hambre, adictas a ese divino néctar carmesí. Mi cuerpo me acechaba con ataques de dolor; con embestidas agonizantes y mi memoria me fallaba en el instante en que meditaba si un diablo como yo puede entrar en ese "Reino de Dios" del que todos hablan, al menos entrar por error -¡Pero que iluso soy por pensar semejante estupidez!-.

La noche no parecía haber cambiado en cien años. Vagaba prisionero de mi propia existencia por las atrevidas calles de una Caracas silenciosa, una ciudad pasiva ante la oscuridad y el constante deseo de la muerte por recuperar lo que le pertenece.


La sed por el elixir de la vida me explosionaba los sesos, así que debía sucumbir ante el deseo de agarrar una vida humana entre mis labios para saciar mi hambre antes de tomar mi propia existencia y asesinar la eternidad de la que soy prisionero. Y así lo hice, escogí un buen prospecto para que fuese mi víctima. Siempre había elegido a personas olvidadas por la humanidad; mendigos, drogadictos o delincuentes, para no ser invadido posteriormente por el peso de conciencia y el remordimiento y después terminar rodeado de mi propio vomito rojizo... Pero esta presa no sería así, este no, había escogido a un atrevido joven veinteañero que abandonaba una ruidosa discoteca para ir hasta su carro dando zancadas pretenciosas ; era robusto, moreno, lleno de tatuajes , con la apariencia de un gladiador inquebrantable para cualquier mortal...


Con cada gota de vida bebida consumía sus pensamientos, recuerdos y sentimientos. Definitivamente me sentía complacido de haber tomado como víctima a un ser tan arrogante, egocéntrico y lleno de pensamientos banales y vacíos; se creía dueño del mundo, de todas las niñas de su edad y juraba que la postura económica de su familia podría comprar lo que se le viniese en gana, una miseria comparado con la cantidad de joyas que he acumulado durante mis años de vida.


Su cuerpo se fusionó con el mio en cuestión de instantes, formando una misma masa, y solo la luna fue testigo de esa ceremonia tan artística que había abandonado quién sabrá desde cuando... Y ahí lo dejé, al lado del automóvil, un Ford Fushion elegantemente negro. Estaba allí, como un muñeco inerte y vacío, como su mente, vacío de la vida y la sangre que ahora recorría mis venas calentándome cada centímetro de lo que soy.


Quedé satisfecho, los músculos de mi estimado joven eran proporcionales a la cantidad del vino prohibido que me brindó. Pude tomar la mortalidad de alguien, con una vida medianamente importante por última vez, así que estaba listo para abrazar a la muerte luego de ciento treinta años de larga existencia.


Había preparado una hoguera en la habitación donde me hospedaba: Un solitario y sucio hotel del centro de la ciudad de apenas cuatro pisos, habitado más por cucarachas que por mortales. Me encaminaba con destino a mi residencia pensando que definitivamente necesitaría a alguien que esparciera los restos de mi cuerpo incinerado para que no quedara ni la más escasa probabilidad de que sobreviviese al suicidio.


Pero tan siquiera un fantasma se cruzaba en mi camino mientras me desplazaba por las calles de la silenciosa ciudad hasta casi llegar al hotel de mala muerte donde de pronto escuché un frenazo que llevaba como coletilla un golpe seco. Se escuchó como el carro aceleró y abandonó el lugar de los hechos. Con mi velocidad sobrenatural me acerqué por mera curiosidad, no había ni evidencias ni testigos del terrible accidente. Un niño era el único presente en el sitio, y era la victima, acostado en el frío suelo.

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⏰ Última actualización: Sep 18, 2017 ⏰

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