Cuando vio a Benjamín quebrado en sollozos, Arturo se estremeció, quedándose allí parado, confuso, oyendo la más absurda historia que hubiera pensado oír nunca de su amado:

–¡Imposible! –terminó diciendo– ¡No puede ser!

Y mucho tuvo que esforzarse para que su voz sonara firme y serena. Pero es que era así: No podía ser, era imposible. Sin embargo, dentro suyo Arturo sentía... ¿miedo? Y se dijo, recuperando su entereza, que no era miedo, sino que estaba preocupado por Benjamín, pues lo veía con los nervios hechos trizas, y no podía permitirlo: tenía que hacer algo. No se le ocurrió mas que tomarlo en sus brazos para reconfortarlo:

–Calma, cariño –le dijo–. No pasa nada, no pasa nada... Haz sufrido mucho por todo esto, ¿verdad?, y tus exámenes, y estás cansado, y tu mente te hace estos juegos...

–Pero la vi –insistió Benjamín–. Era ella, en la televisión, entre los curiosos de ese accidente.

–Pero, Benjamín... piénsalo... ¿podría ser ella? ¿Podría? ¿Recuerdas?... No, mejor que no lo hagas... –Benjamín quedó callado.

Él, Arturo, bien que lo recordaba, como si hubiera sido ayer. Y se preguntó si la otra opción hubiera sido la mejor, viendo cómo Benjamín había sido afectado por todo. Y se enojó consigo mismo al encontrarse débil y flaqueando de la determinación tomada, pues estar con Benjamín para él valía la pena de eso y de más. Lo apretó más. Como entonces se sentía con la seguridad de darlo todo, hasta su alma. Y acaso esto último ya no fuera sólo un decir de enamorado.

Cuando más rato se fueron a la cama, aún sentía sus sentimientos claros y seguros. Sin embargo, Benjamín no acababa de calmarse, y tardó bastante en quedarse dormido.

La mañana siguiente amaneció temprano, Arturo sentía la primavera en el aire, distraído viendo una pequeña muestra de vida sobreponiéndose al cemento y al asfalto de la ciudad: una pareja de gorriones estaba armando su nido en un hueco en la esquina más alta del balcón que daba a la calle. Iban y venían trayendo ramitas y Arturo fantaseaba que fueran él y Benjamín también tiernos gorriones. Se sentía feliz, y que a despecho de la dura realidad, el mundo era bueno.

–¡Qué buena vida! –exclamó.

Él y Benjamín habían pasado por mucho, en los dos años que llevaban juntos. Habían habido tropiezos, algunos grandes, como el que se había manifestado la noche anterior como mal recuerdo, y que debieron (el debió) en su momento eliminar para no ser separados. Era primavera, pronto llegaría el verano, y Benjamín terminaría su ciclo en la Universidad, y Arturo tendría un par de semanas de vacaciones. Pensaban disfrutarlo como debía de ser, pues ahora sólo podían verse en la mañana temprano, antes de que Benjamín fuera a sus clases, y en la noche después de que Arturo llegara de su trabajo. Y claro, los fines de semana. Pero era jueves, y ahora Benjamín estaba apurado, yendo de la cocina a su habitación y luego al baño. El desayuno, preparado por Arturo y tomado a la carrera, sin esperar a que se enfriara, y ya tenía que despedir a su amor hasta la noche.

–No te olvides lo que me prometiste –le recordó Benjamín, ya yéndose.

–Sí, no te preocupes –suspiró Arturo.

Y, de nuevo, al cerrarse la puerta, el departamento volvía a parecerle vacío. En un rincón, la radio propalaba las malas noticias de siempre; los gorriones seguían armando su nido.

Hola, CarlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora