Las copas de los árboles de oro danzaban al compás del viento otoñal mientras los suaves rayos del sol acariciaban mis cabellos oscuros que se enroscaban como alegres serpientes sobre mis hombros. A lo lejos veía la hierba desteñida y una banca solitaria rodeada de hojas en fuego. De pronto, una figura se sentó sobre ésta. Era ella. Era nadie.
Sacudí mi cabeza intentando alejar esos pensamientos, estaba ya cansada de ellos.
Dirigí la mirada hacia mis manos temblorosas y las cerré en puños, escondiendo mi rostro entre ellas. Inspiré profundamente y observé el paisaje a mi lado una vez más. Esta vez ella caminaba sola en medio del sendero a un lado del mismo árbol amarillento. Iba distraída, con la mirada posada en los libros entre sus brazos. Iba hacia ningún lado, pues no estaba allí.
De entre mis labios escapó una risilla apagada y sarcástica mientras restregaba mis ojos y negaba con mi cabeza.
¿Por qué no podía pasar un día sin pensar en su suave caminar, su dulce sonrisa, sus perfectas palabras?
Ella era, es, una eterna y continua línea arremolinada en mi mente. Es suave, fina y hermosa, mas peligrosa. Se enrosca alrededor de cada pensamiento, cada sueño que halla en su camino y todo lo estrangula hasta poseerlo por completo. Un virus.
¿Por qué tenía que ser ella, de todas? Ella, la inalcanzable, la imposible, la prohibida. Yo, la soñadora, la inexperta, la ordinaria.
Ya sean sueños o quejas, ella sigue allí. Sobre el sendero de gravilla a un lado del árbol de hojas caídas. En mi paisaje de mentiras y obsesiones.
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