Dulce Mango.

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El mango, fruta deliciosa, entró en nuestro territorio de la mano del navegante Fermín de Sancinenea en 1789, suceso que le informó con detalles al ministro Antonio Valdés en carta que le envió el 29 de abril de ese año, en la que le decía que logró sembrar en Angostura (hoy Ciudad Bolívar), con permiso del gobernador de la provincia, "... las plantas y semillas de que Vuestra Excelencia quedará impuesto por el adjunto documento que acompaño...". Y en el referido anexo, Sancinenea especificaba que había sembrado canela, nuez moscada, el clavo, la pimienta de Castilla y el mango, precisando que esta última se produce en la isla de Ceilán (Sehilán en el original), en la India, de donde fueron conducidas al Nuevo Mundo. Desde ese momento, el mango forma parte de nuestra historia y raíces de nuestros recuerdos en Venezuela.

Recuerdos... si bien, creo que el mango nos identifica como país. El mango es una máquina del tiempo que nos lleva a la niñez, a esos años en los que no nos preocupábamos por los problemas de la vida, sino que éramos nosotros mismos. Auténticos. En los que jugar era lo más importante en nuestras tareas del día, y en los que ir a la casa de nuestros abuelos era la mayor aventura del mundo. ¿O acaso usted nunca ha tenido una historia parecida con mangos?

En un pueblito del llano, llamado Altagracia de Orituco en el estado Guárico, vivía mi mamá con mis tíos y mis abuelos. De hecho, empezaron a vivir allí luego de estar un tiempo en Cazorla, luego en Santa María de Ipire y finalmente, asentarse en dicho lugar. Todo comenzó cuando el abuelo de mi mamá llevó las primeras semillas a "Morichito", lugar situado en Cazorla, al que hoy en día pasamos Semana Santa como tradición familiar. Según me contó mi tía, se dio un híbrido entre manga y mango, y ahora el patio tiene como cinco matas. El abuelo de mi mamá recogía siempre los mangos en tobos y se los iba comiendo, y según me dicen, él tocaba cuatro por las tardes, y les contaba a mi mamá y a sus hermanas historias de espantos, mayormente la de Florentino y el diablo, cuento que también he podido escuchar desde que tengo memoria. Creo que él me pasó el Don de amar el cuatro, un instrumento que al igual que el mango, es algo que caracteriza y distingue a Venezuela del mundo.

Eso fue hace tiempo, cuando apenas mi mamá era una niña. Ella era morenita, con unos ojotes negros y una mata de pelo enmarañado. Siempre la Tía Vilma y la Tía Hilda le reclamaban por su cabello, y le decían: -¡Muchacha, amárrate ese pelo, que me da calor nada más verte!-. Mi mamá, al igual que yo, nunca les hizo caso, aunque los piojos amenazadores llegaban a estar muy cómodos en su cabeza. Ella, como cualquier niño del campo, vivía montada en una mata de mango, trepando y haciendo competencias a ver quién llegaba más alto, inventando juegos y corriendo con los perros, montada en carretillas y hasta deslizarse en el barro. Qué mejor juguete que tener tu propio patio de juegos.

Una vez, en uno de sus juegos innovadores junto con mi tía Neo, mi mamá y ella vieron en una mata de mango un panal en su visita rutinaria al columpio. Mientras mi abuela Munda dormía, silenciosamente ellas idearon un plan de acción para sacar la miel de aquel panal. Amarraron un periódico alrededor de un palo y crearon una especie de antorcha, y mi tía Neo subió ingeniosamente a buscar la miel ya que era la más delgada de todos los hermanos. Ya, cuando mi tía llegó a la rama de la colmena y comenzó a quemar el panal, el fuego les jugó una mala pasada. La candela le cayó encima a mi tía y a ella no le quedó más remedio que tirarse al suelo desde esa gran altura. Mi mamá y ella empezaron a gritar de susto, y mi tía Neo pensando que ya todo estaba perdido, cayó sobre un cochino que tenían en ese entonces. El animal sobresaltado, empezó a chillar y comenzó a correr alrededor del patio y mi tía lo único que pudo hacer fue abrazarse a él. El cochino le salvó la vida, y más nunca mi mamá y mi tía volvieron a subirse en el árbol.

Mi abuela, a pesar de que nunca le conocí, me dicen que era muy religiosa, tenía carácter, era directa y era costurera, además de ser una excelente cocinera. Mi madre me dice que ella hacía la mejor jalea de mango del mundo. Recolectaba los mangos del mismo patio, verdes y maduros. Luego les sacaba la pulpa y hacía dos tipos de jalea, cada una según el estado del mango.

Además, el mango forma parte de hasta profesionales bien formados. Todo venezolano por ley ha de comer mangos, y a pesar de que sea el ser más importante de la sociedad, jamás podrá sacar de su alma y su corazón las tradiciones de su tierra. Así es el caso de Milagritos, una médico muy importante tanto en su especialidad como para mi familia.

Ella vivía en una casa rural en Palo Negro, Edo. Aragua. Cuando era una niña, del campo también, ella jugaba mucho en las matas de mangos con sus hermanos. Una vez estaban jugando a la iguana, un juego que consiste en tirarle piedritas o cositas al que esté en el árbol, sí. Como si estuvieras cazando a una iguana de verdad. Aquella vez era a su hermano mayor al que le había tocado el turno de subir y sin querer esa rama estaba podrida y ¡Tas!, se rompió la rama y el cayó en seco al suelo. Todos salieron corriendo a buscar a su mamá, y luego de una regañada, se fueron. Aunque al día siguiente, y el resto del año siguieron jugando en la mata. Mientras crecía desde ser una niña a ser una mujer, ella le guardó siempre amor a su mata de mango. Todas las tardes después de ir al liceo, ella almorzaba, se cambiaba, buscaba su mesita de plástico, prendía un bombillo que sus hermanos habían instalado allí en la mata especialmente para ella, y finalmente, se ponía a estudiar (Algunas veces a bucear al vecino, pero eso no tiene tanta importancia). Ella me dijo que esa mata la hizo entrar en la escuela de medicina, y que daba un muy buen fruto. Simplemente quería a su matica de mango, como a ninguna. Podían existir y haber todas las matas de mangos exquisitos y perfectos, frondosos e inmensos, con mil frutos y mil colores, pero ella solo amaba a esa mata. Resulta que un día, ella regresa del liceo, como siempre, y cuando almorzó, buscó su mesita de plástico y salió al patio, su mata había sido cortada. - ¡Mamá! ¡¿Qué le pasó a mi mata?!- Eso fue impactante para ella. ¿Cómo era posible que fueran tan insensibles y tan desconsiderados para cortar la mata que tanto amaba sin su permiso? Claramente no podía creerlo. Le dijeron que había sido porque las raíces de la mata habían empezado a romper las tuberías subterráneas en busca de agua, pero igual seguía molesta. ¿Acaso no se daban cuenta de los años que había pasado ella estudiando y jugando (Y buceando al vecino) en aquel árbol? ¿Solo a ella le importaba el destino de su mata? Las semanas siguientes no dirigió la palabra a su mamá, al mismo tiempo de que le costó adaptarse a estudiar en otro lugar. No había nada como su mata, que inspiraba paz y tranquilidad.

Así es como el mango marca la vida de los venezolanos. Nos conecta con ese lado sensible de la memoria y nos hace recordar y volver a vivir esas experiencias exquisitas de nuestros orígenes. Nos hace recordar quiénes somos, de dónde venimos. Nos recuerda nuestra familia, nuestros viejos amigos, nuestras mejores anécdotas, nos hace felices con su dulzura.

Dulce Mango.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora