Lorenzo

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Lorenzo corría, o, mejor dicho, estaba huyendo. Cuando pensaba en cómo había terminado de aquella forma, aparecían imágenes sueltas y confusas en su mente, pero no lograba encontrar el orden cronológico de lo que había pasado. Sabía con toda seguridad estar paseando por una plaza abarrotada de gente, pero, ¿y luego?

Una mujer gritando. Un dedo acusador. Decenas de rostros mirándolo con una mezcla de miedo y desprecio.

Despertado uno de sus sentidos más primitivo como era el de huir ante el peligro, se abrió paso entre la gente sin preocuparse por si arrojaba al suelo a hombres, niños o mujeres. Pronto oyó como las fuertes pisadas de las pesadas botas de policía se aproximaban detrás de él. Giró la cabeza una milésima de segundo y ahí estaban: con las porras balanceándose en sus cinturones y una mirada que habría cortado el acero. Lorenzo concentró toda su energía en correr más rápido. Atravesando callejones llenos de basura y pis de rata, ganó la ventaja de unos pocos minutos. Suficiente para encontrar un sitio donde esconderse. De una rápida ojeada encontró un cubo de basura vacío, se metió dentro y colocó la tapa encima hasta que se quedó completamente a oscuras. Y esperó.

Los rápidos latidos de su corazón le hacían zumbar los oídos. Cerró los ojos e inclinó la cabeza hacía atrás tanto como la basura le permitió. Dejó que su respiración volviera a la normalidad mientras se permitía el lujo de relajarse durante unos instantes. Estaba a salvo. Sin embargo, una vez se tranquilizó, el olor a podrido y descomposición que se habían impregnado en el cubo permanentemente empezaron a marearle. Sintió ganas de vomitar.

A lo lejos se oyeron las rápidas pisadas de los policías. Cesaron un momento para intercambiar unas palabras rápidas y entrecortadas por la falta de oxígeno y retomaron la persecución. Un par de minutos fueron suficientes para que Lorenzo se asegurase de que estaba fuera de peligro.

Retiró la tapa lo más silenciosamente que pudo. Con extrema precaución, inspecciono que no hubiera nadie quien pudiera verle hasta que salió de su escondite.

Suspiró aliviado. Se palpó los bolsillos hasta dar con lo que buscaba: un desgastado y feo monedero de mujer. Lo abrió sin mucho cuidado y de dentro sacó un fajo de billetes de un grosor considerable. Después registró los pequeños compartimentos para ver si había alguna moneda, pero al no dar con ninguna lo lanzó por encima del hombro con un gesto despreocupado. Torció la boca en un intento de sonreír y se guardó el fajo de billetes en el bolsillo. Salió del callejón silbando mientras reflexionaba. Des de que había empezado, lo que más le gustaba era la emoción de la incertidumbre, el no saber nunca lo que iba a pasar. Sin embargo, aquella vez había sido diferente. En sus inicios lo utilizó como una terapia para darle algo de sentido a su aburrida vida, un descanso de la tediosa monotonía diaria. Nunca había sentido la necesidad de robar algo. Pero aquella vez... Aquella vez había sido completamente distinto. Casi había podido escuchar como el monedero le susurraba, como le rogaba que se lo llevara con él. Había sido totalmente impulsivo y ahora se sentía bien consigo mismo, incluso orgulloso. A estas alturas, Lorenzo se había convertido en un excelente ladrón y ya se podía preparar el mundo, porque él no pensaba parar.



Pedazos de nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora