Capítulo 3.

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Londres, Inglaterra

Octubre, 1814

Eran las ocho de la noche de un jueves lluvioso. Harry Styles, vizconde de Castlerosse, estaba en su casa en Portland Square, sentado en su sillón de cuero favorito en su biblioteca de altos techos. Candide de Voltaire descansaba boca abajo en su muslo. Observaba las llamas que lanzaban destellos de color ámbar, con una copa de brandy francés en la mano. La habitación revestida en madera estaba en sombras, la única luz provenía de un candelabro colocado cerca de su brazo derecho.

Era un lugar acogedor, y Harry se sentía muy cómodo y relajado. Sonrió al recordar el rostro de sir Edward cuando Allegory, el berberisco castaño de Harry, criado en el stud de Desborough, hizo morder el polvo a él y a su rocín, a mitad de camino de la línea final marcada por el club Four Horse en Hounslow Heath. Harry había apostado sustanciosamente a la velocidad y al espíritu indomable de Allegory, y a sus propias habilidades, y se había marchado con mil libras en el bolsillo a expensas de sir Edward Brassby.

Allegory odiaba perder aún más que él, pensaba. El castaño adquirió un malvado destello en sus ojos cuando vio, que otro caballo se le acercaba. Harry se preguntaba si el caballo le había copiado esa mirada a él o a su famoso progenitor, Flying Davie.

Bebió otro pequeño sorbo de brandy, luego echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. La vida era perfecta. No tenía quejas, ni sugerencias de potenciales mejoras. Estaba satisfecho. Era sano, sus dientes eran blancos y fuertes, no estaba en peligro de perder su rizado cabello. En ese momento tenía una amante que cumplía con todos sus deseos sexuales, y nadie, excepto algún nuevo potrillo, perturbaba su agradable existencia.

No, no tenía nada más que pedir.

Recogió el libro y hojeó con negligencia las páginas.

— Mi señor.

Harry se incorporó de golpe al escuchar el sonido de la suave voz de Duckett. Podría estar todo en completo silencio y aun así no escucharía a Duckett acercarse. Con apenas un poco más de un metro y medio de altura, redondo como su cabeza casi calva, Duckett fue bendecido con un

poderoso sentido de la percepción: conocía a su señor mejor aún que el valet de su amo, Stomsoe, y se ocupaba de despejar cualquier piedra que pudiera encontrarse en su camino.

— ¿Qué pasa, Duckett? Nada malo, espero.

— Eso no puedo decirlo, señor.

Harry abrió los ojos y observó a su mayordomo.

— ¿Perdón?

— Hay una persona joven y tres personas mucho más jóvenes que desean

verlo, señor. La persona joven quiere verlo primero.

— ¿La persona joven, no las personas mucho más jóvenes?— Otra cosa de Duckett, pensaba Harry, que no tenía sentido del humor. Ni siquiera una pizca.

—Bueno, dile a esta persona que he abandonado el país. Dile a ella... ¿o a él?

— A ella, señor.

— ...que me he hundido en el Mar del Norte, dile... ¿quién diablos es ella?

— Dice que es la de su primo.

— ¿Qué primo? ¿Tris?— Harry miró a Duckett desconcertado. ¿Tristán muerto? Harry hizo una pausa y trató de recordar la última vez que había oído algo de él. Se puso de pie y se acomodó laropa.— Hazla pasar, Ducket. Y en, lo que respecta a las tres personas mucho más jóvenes,supongo que serán los hijos de Tristán, entrégaselos a la señora Allgood. Ella los alimentará, o les dará lo que necesiten personas muy jóvenes a las ocho de la noche.

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⏰ Última actualización: Oct 22, 2013 ⏰

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