Iñigo se removió sobre el colchón, al notar como los primeros rayos de sol le daban de lleno en la cara, escondiéndola bajo la almohada. Tanteó a ciegas con la mano izquierda las sábanas vacías, gruñendo por lo bajo al no notar el cuerpo de Alberto a su lado. Y es que sólo había dos cosas en su vida, que pudiesen estropear un día por completo. Una de ellas, era esa. Lo llamó en voz alta y, suponiendo que al tener la cabeza escondida eso amortiguaba la llamada de atención, se descubrió de golpe recibiendo la luz solar como un guantazo en la cara. Echó un vistazo rápido a la habitación, descubriendo que el móvil del otro también había desaparecido. No había más ruido que le perturbase en aquella casa, que el que entraba por las ventanas; así que supuso que el medio malagueño habría salido temprano a hacer Diossabequé.
— ¿Alberto...? —Gimoteó el madrileño aún adormilado, arrastrándose sobre la cama hasta que consiguió incorporarse.
Nada. Ninguna respuesta. Cogió su propio móvil de la mesita de noche y se encaminó a la cocina, arrastrando los pies sobre el parqué y esquivando a tiempo una camisa en el suelo, con la que bien podría haberse resbalado. Sonrió como un imbécil cuando recordó por qué la prenda estaba allí tirada, pero tampoco se preocupó por recogerla. Siguió en dirección a la cocina a por algo de desayunar, revisando los mensajes que le habían llegado a lo largo de la noche y parte de la mañana. Pero ninguno era de él. Resopló dejando el móvil sobre la encimera de mala gana, y se giró hasta la parte derecha dónde se encontraba el grifo. Allí había una taza sacada, vacía, con un bote de Cola Cao y una nota sobre este.
"Lo siento, no había Nesquik".
Íñigo frunció el ceño. Alberto sabía muy bien que para tomar Cola Cao, probablemente preferiría tomar lejía. Se creaban grumos y el sabor, por supuesto, no era el mismo. Y, aunque lo importante era que el menor se había preocupado por dejarle algo para desayunar, sabía que había parte de maldad en ello. Más que nada, porque en la tienda de barrio junto a su portal venden la marca que a él le gusta. Nesquik. Arrugó la nariz en un gesto infantil mientras cogía el móvil y marcaba el número de memoria, del partidario de IU.
— Hey, no puedo hablar ahora m... —Se apresuró Alberto a decir, nada más responder la llamada.
— ¡No! Escúchame. Es mi casa. Mis normas. ¡Mi Nesquik! En tu casa desayunas lo que tú quieras. Pero no mancilles mis desayunos con tus ideas revolucionarias. —Replicó el mayor con el brazo libre puesto en jarra y un berrinche típico de un niño de ocho años. Acto seguido, colgó.
Desde luego, a Alberto debió de quedarse una cara de gilipollas digna de enmarcar y ponerla en el salón. Pero ya le compensaría más tarde cuando se le hubiese pasado el cabreo. Con las mismas, el madrileño se dispuso a ducharse al ver que se le hacía tarde para llegar a la sede; muy a su pesar de no tener tiempo de bajar a comprar algo de desayunar.
Alberto esperaba impaciente a la entrada de la dicha sede, junto a una columna donde se había apoyado con los brazos cruzados y el semblante algo serio; hasta que vio llegar a Íñigo. Fue entonces cuando ambos enfados se hicieron un poco más pequeños, un poco más débiles y empezaron a tornarse en vergüenza. Aun así, fue el menor el que le dio una palmada en la espalda con la intención de que le siguiese por los pasillos, hasta encontrar un punto cero dónde poder hablar. El de los ojos claros tenía la vista puesta en sus propios zapatos, aún molesto por tener el estómago vacío; y Alberto no sabía si reír o llorar por la anécdota que iba a contarle a continuación.
— Esto... Íñigo, mírame. —Le pidió el de IU, haciendo que obedeciese casi al instante—. Ten-Tengo el altavoz del móvil... roto.
La mueca que el de Podemos acababa de dibujar sí que era digna de enmarcar, pasándose las manos temblorosas por la cara una y otra vez. Nadie sabía acerca de la relación entre ellos, y por lo poco que había añadido Alberto; no había estado solo cuando lo había llamado. En un primer impulso, agarró su maletín y echó a correr aterrorizado por los pasillos en busca de Pablo. Tenía que darle una explicación; o esconderse; o incluso mudarse del país y operarse la cara. Aunque le gustase parecer un crío de quince años. Su amigo se hallaba en el despacho que se había asignado, y la puerta estaba encajada, desde dónde salían algunas carcajadas debido a que estaba con algunos compañeros más del equipo. Íñigo tragó saliva con fuerza y se armó de valor para entrar, previamente habiendo tocado a la puerta.
— ¡Hombre! ¡De ti estábamos hablando! —Dijo uno de ellos, ganándose un codazo por parte de Pablo y unas cuantas carcajadas más.
— Y-Yo... ¿Podemos hablar, Pablo? —Murmuró aterrorizado—. A... solas.
— Vete primero a desayunar. —Le respondió el que consideraba su mejor amigo, intentando mantenerse serio, a la par que le ofrecía un sobre individual de color azul y amarillo con el logotipo de Nesquik.