La jornada comenzó como un sueño hermoso y vívido. Era uno de esos días ya tan escasos en los que el sol brilla con la luz suave y cálida del principio de la primavera. Mi madre y yo estábamos en el jardín, las dos solas; Mary se había ido con mi padre, pero yo me había quedado para hacerle compañía a mi madre, que arrastraba el cansancio de ocho meses de embarazo.
-¡Oh!- mi madre apoyó las manos en su abultado vientre. Nos habíamos llevado la merienda al jardín, con mantelillos de bambú, una manta de cuadros de color verde lima y algunos almohadones- Creo que a tu hermano también le apetece merendar.
Yo había posado la mano en su vientre para notar los movimientos cuando oímos que el mayordomo, Rupert, nos llamaba. Un mensajero había traído algo para nosotras.
En la puerta aguardaba un hombre atractivo de cabello dorado y rizado. Sostenía una cesta llena de fruta fresca, justo en su punto: melocotones y ciruelas, albaricoques y manzanas, fresas de un rojo oscuro. Yo llevaba sin probar la fruta desde los Diecisiete Días.
-¿Quién la envía?- preguntó mi madre, que no podía apartar los ojos del regalo.
Tendiendo la canasta, el hombre sonrió. Al hacerlo, dejó entrever una fila de dientes inmaculados. Recuerdo que me quedé mirando aquella dentadura, mientras pensaba que parecía de plástico.
-Larga vida a la reina- saludó, y luego se retiró con una sonrisa.
A mi madre siempre la había incomodado aquel protocolo. Llevamos la cesta al jardín y nos acomodamos sobre la manta verde. Mi madre estuvo hurgando en el interior hasta sacar un melocotón de aspecto delicioso. Se lo acercó a la nariz y aspiró su fragancia con los ojos cerrados.
-Mira, lleva una tarjeta.
Saqué una nota blanca de entre el montón de fresas y la leí en voz alta.
Para la familia real y su nuevo vástago.
A vuestra salud.
C. H.
-¿Quién es C. H.?-preguntó mi madre.
Yo ni la escuché. Solo tenía ojos para la fruta, sin saber por dónde empezar. ¿Qué probaría primero? ¿Una ciruela? ¿Una fresa? Mi madre abrió la boca para morder el melocotón. Una gota de jugo le resbaló por la barbilla.
-Está delicioso. Es lo más exquisito que he probado en mi vida.
Al dar otro mordisco, su sonrisa serena se transformó en una expresión preocupada. Se sacó algo de la lengua y lo dejó caer sobre la palma de la mano.
-Qué raro. Los melocotones no tienen semillas.
Me acerqué a mirarlo. Era una minúscula estrella metálica. Mi madre palideció y cayó sobre la manta. Sus manos agarraron la hierba, sus uñas se clavaron en la tierra. Entre la brisa, oí un estertor.
Era el último aliento de mi madre.