Con cuidado, desabroché el guardapelo que pendía de mi cuello. Sentí el peso del oro galés en la palma de la mano. Estábamos a finales de agosto, pero hacía frío entre los gruesos muros del castillo. Aun en pleno verano, las corrientes de aire invadían las estancias como fantasmas solitarios.
Abrí el guardapelo y miré el minúsculo retrato de mi madre, luego mi propio reflejo en el cristal emplomado de la ventana y de nuevo la fotografía, hasta que se me saltaron las lágrimas. Teníamos el mismo cabello oscuro e idénticos ojos de color azul claro. ¿Me parecería a ella cuando me hiciera mayor? Cerré los ojos para revivir el contacto de su abrazo, para evocar el murmullo suave de su voz y aspirar la esencia de rosas que todas las mañanas se aplicaba en el interior de las muñecas. Por desgracia, aquel día los recuerdos no acudían a mi mente con la nitidez habitual. Cerré el guardapelo y me enjugué las lágrimas.
Por más que me pasara el día entero mirando mi propio reflejo, ya nunca me reconocería a mí misma. Jamás volvería a ser la niña que era antes de los Diecisiete Días, antes de que mi madre fuera asesinada. Mi familia se había quedado vacía, como un árbol muerto que aún sigue en pie. Nos habían partido el corazón.
Cornelius Hollister, el hombre que mató a mi madre, jamás fue capturado. Veía su rostro en sueños. Cuando dormía, aquel pelo rubio, aquellos ojos de un azul intenso, la dentadura deslumbrante me perseguían por callejones oscuros. En ocasiones, soñaba que lo mataba, que le apuñalaba el corazón una y otra vez, hasta que despertaba bañada en sudor, con los puños apretados. Luego me acurrucaba, llorando por lo que había perdido y también por lo que aquellos sueños me revelaban de mí misma.
Al otro lado de las ventanas del castillo de Balmoral, la lluvia caía sobre el yermo como un velo plomizo. El color de la lluvia había cambiado desde los Diecisiete Días. El agua ya no era clara y suave como lágrimas. Eran gotas grises, a veces tan negras como el hollín. Y gélidas.
Contemplé a los soldados que hacían guardia en el patio, ajenos a la lluvia que salpicaba sus gruesos chubasqueros negros. Llevaban cananas medio vacías alrededor del cuello, cuidadosamente protegidas del agua. No se podía malgastar ni un solo cartucho, dada la escasez de munición. Tampoco abundaban los sacos de harina, los tarros de avena, las culebras y las palomas en salazón que guardábamos colgadas en la despensa; nada podía desperdiciarse. Todo escaseaba.
Un polvo espeso se arremolinó en el aire y tiñó el firmamento de un tono cárdeno. Siete años atrás, todo había cambiado. Durante diecisiete días seguidos, terremotos espantosos, huracanes torrenciales, tornados y tsunamis habían azotado el mundo. Los volcanes en erupción habían llenado el cielo de un humo denso que impedía el paso de la luz del sol y habían cubierto los campos de una extraña ceniza violácea que sofocaba las cosechas.
Los científicos hablaron de una coincidencia catastrófica. Los fanáticos lo atribuyeron a la ira de Dios, que nos enviaba un castigo por haber contaminado su universo. Sin embargo, yo recuerdo aquellos días, principalmente, como una de las últimas ocasiones en que pude disfrutar de la compañía de mi madre. Pasamos los Diecisiete Días en el refugio antiaéreo del palacio de Buckingham, junto con asesores del gobierno y personal de palacio, abrazados mientras el mundo se hacía pedazos a nuestro alrededor. Solo mi madre mantenía la calma. Iba de un lado a otro ofreciendo una manta aquí, un tazón de sopa enlatada allá, tranquilizando a todos con su voz suave, diciendo que todo iría bien.
Cuando por fin pudimos salir, todo había cambiado.
Lo que más añoraba era la luz. El sol líquido de primera hora de la mañana, el fuerte resplandor del mediodía estival, el brillo de las luces navideñas en el árbol, incluso el suave fulgor de una simple bombilla. Salimos de la oscuridad entre el humo y las cenizas para encontrar un mundo envuelto en llamas.