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—Es una obra de arte espléndida.

La composición de colores era impresionante, pero más lo era el modo como aquel pincel se deslizaba sobre el lienzo. Con tanta soltura que parecía acariciarlo al contacto.

—No, no te detengas. —continuó apresurado y hasta penitente al darse cuenta que su voz acababa de terminar con el encanto.

Demasiado tarde, sus palabras tuvieron el efecto devastador que esperaba. La mano que sostenía el pincel cubierto de rojo intenso, abandonó el trazo como si estuviera cubierto en llamas. Los hombros del artista se contrajeron y se quedó muy quieto, dándole la espalda como si lo hubiera atrapado en fragante delito.

—No te pongas así. —insistió, a pesar de que el daño estaba hecho. —Sólo estaba mirando.

¡Vaya descubrimiento! A cierta distancia la pintura resultaba fastuosa, pero de cerca era simplemente sobrecogedora. Fue entonces cuando Fausto supo que no volvería a conciliar el sueño, porque cada vez que cerrara los ojos, sentiría ese mismo estremecimiento.

Retrocedió francamente perturbado. Las figuras parecían tratar de escapar del lienzo, con tanto realismo que se descubrió estirando la mano para alcanzarlas. Cada uno de esos rostros, parecía clamar su nombre. Podía sentir el dolor de aquellas almas, su desesperación, oler el fuego incandescente, sentir su calor. Pero la estocada final fue descubrir su propio rostro plasmado en toda su gloria, entre nubes aterciopeladas, bajando del cielo hacia aquella escena dantesca.

Gritó sin voz, forzándose a sí mismo a volver a la realidad. De pronto le pareció estar atrapado en un mal sueño. Pero no, estaba bien despierto, mientras que el culpable le daba la espalda, todavía encogido y con pincel en mano. Fausto no se contuvo, lo tomó del hombro y forzó a encararlo. Quería una respuesta y la quería en seguida.

Si antes perdió la voz, acababa de perder el sentido de la realidad. El rostro de aquel muchacho no fue lo que lo terminó de perturbar, fueron esos ojos diáfanos, totalmente vacíos.

Su primera reacción no fue la mejor, pero buscaría una excusa para ella. Le propinó un buen empujón, para alejarlo de su presencia y a prisa. Como si quisiera ahuyentar a una pesadilla y el único modo de repelerla fuera con violencia.

El muchacho ciego cayó con la gracia de una pedrada. No perdió el tiempo e intentó escapar revolviéndose en el suelo, como un pez fuera del agua. Sus manos manchadas por los oleos, palpaban las rocas bajo su cuerpo y parecía intentar guiarse en su propia oscuridad, por los sonidos. Fausto vio que temblaba, parecía buscar algo con sus manos sucias y desesperadas. Quizá aquel bastón, apoyado contra el rudimentario atril de madera tosca.

Fausto encontró el sonido de sus pensamientos, pero tuvo que contenerlos al ver como esa criatura espantada como un venado, intentaba escapar de su presencia. Tal parecía que no sabía por dónde empezar, si correr despavorido o recoger su lienzo y oleos.

—¿Qué es esto? —le reclamó al artista, sintiendo que jalaba de dentro de su garganta, una cuerda llena de nudos.

No iba a conseguir una respuesta verbal, ni en la lengua de los ángeles retratados en aquella pintura, ni en los alaridos de los demonios del infierno. Nada. El muchacho se puso de pie a tientas, asiéndose del palo burdo que era el bastón, que halló a duras pernas. Pero Fausto no lo iba a dejar escapar, pronto lo alcanzó asiéndolo de los brazos.

—¿Quién pintó esa aberración? —los nudos brotaban de su boca sin control. No podía haber sido ese muchacho ciego. ¡Imposible! —¡Te hice una pregunta! ¿Quién me está queriendo tomar el pelo? ¡Responde ahora!

Llévame a tu reinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora