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El sonido en la puerta lo sacó del trance.

Fausto sacudió la cabeza y se mesó el cabello. Tal vez alguien lo vio escabulléndose como un delincuente, a esas horas tan tempranas. Quizá alguien sospechaba la culpa que podía tener al traer a ese chiquillo a su casa.

Era pronto para saberlo. No lo descubriría hasta que supiera la identidad de quien osaba perturbar lo sagrado de su hogar.

La puerta sonó de nuevo, esta vez más urgente que antes y Fausto se levantó de su silla con pesadez. Si es que tenía que dar una explicación acerca de aquellas misteriosas imágenes capaces de confundir a la propia naturaleza... ¿Qué argumento usaría?

No cabía explicación alguna en su mente. No podía más que ser obra de algún ser sobrenatural, capaz de plasmar tanto realismo, aun careciendo de la capacidad de ver el mundo.

A esas horas de la mañana, la culpa y la incertidumbre lo carcomían. Fausto resopló llevando los ojos al cielo. No tenía más remedio que asilarse en la verdad. Las pinturas sobre la plaza del pueblo eran obra de aquella criatura ajena, que descansaba sobre su propio lecho. Arropado por sus manos y durmiendo profundamente.

Todo el que lo viera podría afirmar que Fausto no mentía. Todo el que tuviera ojos lo sabría. Ese muchacho tenía el mismo efecto de aquellas sibilinas imágenes sobre la piedra; resultaba imposible dejar de observarlo.

Fausto envió una plegaria desesperada al cielo y cerró la puerta de su habitación con cuidado. Buscando serenarse, avanzó a trancazos hacia la entrada de su casa, donde provenía el llamado.

Justo antes de abrir la puerta, se detuvo a pensar un poco. Tenía que guardar la compostura, primero que nada. Lo siguiente era muy evidente. A esa hora y por el cuchicheo que alcanzaba a oír a través de la pieza de madera que él mismo colocó en la entrada, no podían ser más que esos dos.

—¿Qué quieren aquí? —espetó abriendo la entrada de un tirón.

Sus aprendices aparecieron frente a él, con la misma cara de sueño con la que los recordaba en su taller. Los ojos a media asta y el cabello desordenado. Ambos hermanos apenas si levantaron las cejas para responderle al unísono.

—Nuestra madre te manda esto. —y le tendieron una pequeña olla de barro, primorosamente envuelta en tela caliente.

Petra era la madre de esos dos y una mujer bastante agradable. Según sus palabras le estaba eternamente agradecida por aceptar como aprendices a sus dos retoños. Viuda como él, se encargaba ella sola del negocio que estableció con su marido. Manejaba una fonda en el centro de la plaza y tenía una sazón maravillosa.

Nadie que pasara por el pueblo, podía marcharse sin haber probado, por lo menos una vez alguno de sus platillos.

Fausto estiró la mano para recibir el potaje que sin duda era lo suficientemente contundente para calmar el hambre de un regimiento.

—Queremos saber si vas a abrir el taller...

—¿O nos vas a dar el día libre?

Fausto no se había olvidado de sus aprendices o del taller cerrado. Simplemente prefirió no pensar en ello, mientras tenía demasiado porque preocuparse.

—Si los dejo volver a casa, ayuden a su madre. —les respondió a ambos, mientras intentaba acabar de despacharlos.

—Petra no nos quiere en su cocina. —afirmó Lando, el mayor de los dos.

—Porque le estorbamos. —continuó Alesso bostezando sonoro.

—Si no nos necesitas, nos vamos.

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⏰ Última actualización: Jan 09, 2019 ⏰

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