Diez

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Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaba las palabras de la mujer; primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada.

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