Bajo la mirada de la luna llena

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Brendon amaba el otoño, creía que era la estación más perfecta del año, podías apreciar tonos café, miel, amarillo, ocre, y rojizos, todos en total parsimonia, complementándose entre ellos sin dejar descolorido ningún sitio que tu vista pueda captar. El sol aportaba de lo suyo teniendo sus recurrentes pero no molestas apariciones, ocultándose entre las nubes para luego salir y volver a repetir ese proceso cada cierto periodo de tiempo, el viento llevaba consigo las hojas ya secas que caían de los árboles dejando que las mismas se movieran con libertad sobre aquel carril invisible, algunas traviesas se escapaban de él terminando por caer al suelo, y otras se dejaban llevar hasta alcanzar una altura mayor a la que en un principio tenían estando sujetas de las ramas. La temperatura te permitía permanecer por mucho tiempo fuera de algún refugio, dándote así la libertad de pasear el tiempo que quieras sin la preocupación de terminar por enfermarte. Aquel hermoso conjunto daba una preciosa postal bohémica.

Pero aquella no era la única razón por la cual apreciaba tanto el otoño, la segunda más bien estaba vinculada a un tímido joven que era descripto con las mismas palabras que al otoño. En sus ojos se podía apreciar un sinfín de hojas pigmentando su iris con la frescura de la brisa que trae el atardecer, y su cabello era sumiso del viento como lo son las pilas de hojas secas a un costado de la acera, conservando también los mismos colores que éstas.

Con un padre alcohólico y una madre ausente Ryan poco sabía de lo que se trataba el aprecio hacía alguien, había veces en las cuales se cuestionaba si era similar al aprecio que él le tenía a los pasteles de manzana, aquellos pasteles que cocinaba con tanta dedicatoria alegraban a su padre y las pocas veces que su madre estaba para presenciarlos parecía compartir aquella sensación.

Ryan no entendía por qué Brendon siempre era la victima al final de clases, un día su gorro de lana terminó en la papelera, otro día su abrigo fue utilizado como bandera en el mástil exterior del edificio, y otro día fueron los bolsos de ambos los que terminaron en el lodo, porque a pesar de poseer un cuerpo débil Ryan solo actuó para defenderlo, y aunque regresó a su casa con los labios partidos la sonrisa de Brendon que recibió como agradecimiento le hizo conservar una alegría notable los días posteriores. Y si bien no fue héroe ni rescató a nadie, ganó un acompañante para sus hazañas.

Las nubes que cubrían al sol no siempre eran puras, los matices grises a veces terminaban por arruinar lo que antes parecía ser idóneo para sonreír, no había brisas que te acariciaran la piel, no había cielo al cual apreciar. Donde antes había múltiples matices de café ahora gobernaban los lúgubres grises cromáticos, dando paso entre ellos a la tan rechazada lluvia. El cielo no siempre era feliz, y aquello se podía apreciar cuando una injusticia era realizada, el cielo lloraba las penas de las víctimas que no tenían libertad de llorar.

Pero ninguna tormenta es para siempre y cada vez que una termina el sol reaparece de entre las nubes, regalando su calidez, dando vistas más alegres y borrando los rastros de dolor que fueron dejados por la tormenta. El segundo día posterior a la tormenta Ryan horneo no uno, si no, dos pasteles de manzana, uno sería para sus padres como siempre ha sido. Pero el segundo le pertenecía a Brendon.

Ryan terminó de colocarse su boina marrón sobre el cabello rebelde que traía aquel día, con los nervios a flor de piel y un delicioso pastel entre sus manos salió de su vivienda con rumbo al parque donde un por igual nervioso Brendon lo esperaba. Y ya fuese por el encantador aroma que desprendía el regalo de Ryan o por la simple presencia del otro, ambos tenían una imborrable sonrisa en sus rostros, que duró mucho más allá del tiempo que pasaron juntos aquel día.

Como si la felicidad se tratase de maquillaje tarde o temprano termina por distorsionarse, dejando un desastre a la vista, dejando oprimida la belleza de una sonrisa pura e inocente, humedeciendo lo que anteriormente eran pómulos sonrojados, tiñendo de un tono carmesí las prendas, decorando innecesariamente la pálida piel con morado, destrozando un pequeño cuerpo que aclamaba piedad, dejando sin vida la ilusión de tener alguien quien lo aprecie, quien le enseñe qué era el cariño, enjaulando su felicidad tras una desgastada puerta.

La cosecha del otoñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora