Una historia del bosque

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Una Historia del Bosque

-Abuela, cuéntame un cuento.

-¿Un cuento?

-Sí, uno sobre el bosque.

-Ah, si es sobre el bosque, entonces te contaré uno que sólo nuestra familia conoce. Un cuento sobre la verdad que se oculta en la floresta.

Como todos los habitantes del pueblo, la joven de cabellos cobrizos y ojos azules había crecido escuchando los cuentos e historias que se contaban del gran bosque que se extendía al oeste de la villa, muy cerca de su propia casa, y aquellos relatos le habían enseñado, como a los demás, a temer al bosque y las criaturas que en él moraban al amparo de las sombras de los árboles. La joven, que ayudaba a sus padres y hermanos en el horno de pan que tenían en propiedad, nunca se había aventurado más allá de la cerca de piedra que parecía querer contener la salvaje floresta, hasta que una tarde, rayando el ocaso, cuando volvía de recoger leña del cobertizo tras su casa, vio a una muchacha sentada sobre la cerca, las piernas cruzadas, el brillante y largo cabello rubio meciéndose en la suave brisa y unos cautivadores y hermosos ojos carmesí fijos en ella; la joven dejó caer el par de troncos que llevaba sorprendida por el encuentro, porque hasta ahora nada ni nadie había venido desde el bosque. ¿Que por qué estaba tan segura de que venía de la fronda?, pues porque nadie del pueblo se sentaría sobre la cerca de aquella manera ni vestiría ropas tan extrañas, de un material que parecía cuero, pero no lo era, flexible y ajustado, de tonos verdes y parduscos, como para fundirse con los colores del bosque. La muchacha sonrió y la joven se dio cuenta de que había estado mucho tiempo mirándola fijamente; sacudió la cabeza y le sonrió de vuelta.

-Hola -la saludó amablemente, porque los cuentos siempre decían que era mejor no desagradar a los moradores del bosque.

-Hola -respondió la muchacha sin que la sonrisa abandonara sus labios, su cara tenía unas facciones agradables y su piel era clara, lo que hacía que sus ojos destacasen aún más. Su voz era suave.

-¿Te... te has perdido? -se atrevió a preguntar la joven.

-No.

-Y... mmm..., ¿qué haces ahí?

-Algo olía bien y quería saber qué era, he seguido el olor hasta aquí -señaló los dos edificios que la joven tenía a su espalda, uno era su casa, el otro el horno y la tienda donde vendían el pan y demás productos que preparaban.

Seguramente, lo que la muchacha había olido era su última creación, unos bollos de miel que había estado horneando hacía pocos minutos; no eran más que un experimento, ni siquiera estaba segura de que sus padres le dejaran venderlos, aún le faltaba talento para preparar sus propios productos.

-¿Te gusta cómo huele? -inquirió con algo de ansiedad.

-Sí.

-¿Quie... quieres probar uno? -se atrevió a preguntar tímidamente.

La muchacha asintió vigorosamente y la joven no dudó más, recogió la leña que había dejado caer y corrió al interior del horno; tras dejar los leños en su sitio, cogió uno de los bollos que había puesto sobre una de las mesas para que se enfriasen y volvió al exterior sin dejarse parar por sus padres y hermanos. De nuevo en la parte trasera, se acercó a la muchacha con cierta vacilación y le alargó el bollo, unos dedos largos lo tomaron y se lo llevaron casi de inmediato a la boca.

-¿Está bueno? -estaba un poco más que expectante por el veredicto.

La muchacha dio tres bocados más, saboreándolo para después asentir sonriente.

-Mucho... ¿Puedo comer otro?

-Claro -asintió emocionada.

La joven volvió al interior del horno y cogió varios bollos más, metiéndolos en un pequeño cesto, esperaba que su madre no lo echara de menos. De nuevo ante la muchacha, le pasó el cesto, ésta lo cogió y tomó otro de los bollos, devorándolo con un más que evidente deleite. La joven sonrió, era la primera vez que alguien fuera de su familia, sus amigos o su prometido alababa una de sus creaciones.

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