Recuerdo aquel día vagamente. El día en el que al papadear todo a mi alrededor se fue al traste. Quién hubiera dicho que las películas y obras de ficción al final darían con un verdadero apocalipsis que al planeta entero afectaría. Cierto era que hacía nada se habían hecho avances para la cura del cáncer y del VIH, pero sabiendo que cada mes decían lo mismo por unos medios u otros nunca le presté importancia.
Yo era policía, y era mi primer mes en la comisaría. Acababan de incautar un cargamento de cocaína mi compañero Nuño y mi superiora González hacía solo un par de semanas atrás, y todos se sorprendieron cuando me tocó a mi participar en la redada al club clandestino de striptease. Cualquiera habría hecho un chiste malo sobre cómo empiezan las películas lara adultos, pero pese a ser el momento y el lugar adecuado para ello nos quedamos mudos Nuño y yo al descubrir una furgoneta entera llena de armas de fuego y munición en la parte de atrás del club. Claro que nos llevamos a todos los presentes a comisaría a declarar, pero ninguno de ellos parecía querer delatarse, y el dueño de la furgoneta resultó ser un amable vendedor de frutas de dudosa procedencia y calidad.
Una vez devuelt el vehículo llevé una furgoneta propia hasta la parte de atrás de loz juzgados siendo escoltado por tres coches patrulla, dado que llevaba las pruebas para el juicio por el cual iban a acusar al dueño del club como principal sospechoso de la posesión de las armas. Resultó culpable y el veredicto fue milagrosamente rápido, dado que confesó estar al mando de las actividades ilegales de prostíbulo de su club. Al hacerlo, se declaró culpable de una trama de prostitución, pero como el jucio iba sobre la posesión de las armas de la furgoneta le salió el tiro por la culata. Es lo que pasa por creer que dos películas hacen de ti un abogado. Se le declaró culpable en tan solo tres días.
Como cabeza de turco dejé la furgoneta en el garaje de la comisaría. Pronto me fui aquel día a casa, pues ya archivarían las pruebas los ayudantes del departamento. Cansado y viendo la puesta de sol saqué el billete de tren en la plaza, parándome de camino a contemplar el arco, lleno de turistas.
Subí de camino a las afueras y como no había descansado las noches anteriores, en las que me había quedado con Nuño y unos amigos más a jugar a juegos de cartas en un torneo improvisado (porque en el fondo siempre he sido como un niño), me quedé profundamente dormido en aquel solitario vagón tardío del tren que iba con dirección a mi casa.
Y al parpadear, el cielo estaba naranja. El tren estaba en la estación siguiente a la que me había subido, parado. Me extrañó y me chocó que el sol se hubiera puesto tan temprano o bien que el tren fuera tan lento. Me vino a la cabeza que podría ser una avería, pero no. Pude comprobar yo mismo lo que había visto riéndome con mia compañeros hace no mucho; centenares de zombies andando por medio de la carretera arrastrando los pies por el asfalto, con los ojos vacíos, heridas graves y grotescas, tez mohosa y frágil, podrida. Solo faltaba algún héroe sobre un coche con una pistola, pero al ver a la Guardia Civil con porras golpear a la multitud se me quitaron las dudas: esto no era un sueño ni una broma. Los zombies mordían, y no para infectar. Estaban comiendose la chaqueta de un guarda que por poco pierde los dedos y el tricornio. Lograron frenarlos varias decenas de metros más allá de mi posición mientras yo conseguía abrir la puerta de emergiencia del tren y salía andando por las vías. Me había dejado la pistola eléctrica en comisaría, como era por norma, y solo tenía la porra atada al cinturón, con la cual me armé.
Y ahí estaba. Un muerto viviente yendo hacia mi. Por su ropa era el conductor del tren. Andaba con una expresión de concentración digna de un espadachín. Empezó a emitir sonidos dementes y sin vocalización alguna, hasta que pude atizarle con la porra en la cabeza en el momento en el que se avalanzó sobre mi para mordeme. No me tocó, pero pude ver cómo tenía un anillo de compromiso en el dedo. No lo maté, pero el golpe fue suficiente para hacerle una herida y que se desparramara ppr el suelo desorientado hasta andar lejos de él.
Llegué de vuelta a la estación de la plaza. Allí pude subir por las ventanas para evitar que un grupito de seis de aquellos infectados apáticos me notara. Subí al tejado, a unos cuatro metros sobre la calle, y pude verlo.
La música de fondo en mi cabeza empezaba a anunciar una catástrofe. Coches estrellados contra las farolas, contra paredes y contra otros coches. Los caminantes llenando la plaza y las calles moviendose hacia las palomas que veían levantar el vuelo. La estatua intacta, alumbrada por el violeta de la noche entrante e inminente. La escena era tenebrosamente perfecta. Ni un muerto en el suelo ni un sonido aparte del rumor del virus. Hasta vi coches de policía aparcados al lado de los bancos que todas esas cosas ignoraban como si hubieran estado ahí siempre. Solo les faltaba hablar y nadie hubiera notado la diferencia entre el apocalipsis y el día de ayer.
Tal vez yo fuera el héroe que se subiera al coche con un arma. Pero iba a ser un largo camino hasta llegar si quiera a un lugar seguro.
Eso lo daba por sentado.
ESTÁS LEYENDO
Country Road End - Prólogo
De Todo¿Quién dijo que en caso de un Apocalipsis Zombie en Europa estaríamos a salvo mientras en Eatados Unidos huyen de la epidemia hasta venir aquí? Sigue la historia sobre como un policía corriente se enfrentará a la caída de su ciudad y escapará hasta...