Santa Catalina de Bolonia

62 2 1
                                    


Es preciso resignarse: después de un funeral aparecen parientes lejanos hasta debajo de las piedras.

Tiempo ha que sabía de familiares desperdigados por el mundo. En el estudio de mi tío se encontraba, impreso sobre un tapiz desteñido, un frondoso árbol por encima de cuyos frutos estaban trazados los nombres de cuantos componían su estirpe. Una cruz, negra y delgada, hiriente como aguja, se había dibujado desgarbadamente, con método y periodicidad sobre la mayoría de los nombres. Mucho me sorprendió cuando me dieron los buenos días algunos familiares que llevaban el estigma de la cruz desde hacía al menos diecinueve años.

Mi tío había dejado tras de sí una casona, una decena de hectáreas, colecciones de objetos que algo valdrían y un colchón de diez años que a la mayoría se le antojaba interesante.

Si en la noche del velorio sobraban sillas, escaseaban la mañana de la lectura del testamento. La espaciosa sala de mi tío no parecía diseñada para albergar tanta gente. Algunos llegaron con sus hijos de la mano, bien peinados y vestidos, mas no bien educados. Escuché a una madre reprendiendo a su regordete retoño por la poca disposición que tenía a poner cara triste.

Un grupo ya había calculado el valor de la alfombra, descontando la mancha de jugo que una niña le agregó a escasos minutos de entrar. Otros se entretenían debatiendo si las pinturas de ahí valían más que las del recibidor. Por fortuna nadie puede sacar una mesita estilo Luis XVI debajo de la camisa; antes de su llegada prudentemente me había encargado de retirar todo lo propenso a perderse.

—Pobre de mi primo, lo conocía desde que los dos éramos apenas unos chiquillos... pero alguien allá arriba ha querido que fuera yo quien lo viniera a llorar y no al revés—chillaba un anciano de voz áspera con aspecto de burgués arruinado—, ¡ay, y yo que vivo tan lejos! ¿Pero cómo no me dijo que se sentía mal?... —tosió—, hubiera volado a su encuentro... —más tos—, ¡si éramos como hermanos!, nosotros... ¡cof!... nosotros... —y siguió tosiendo como quién se ha fastidiado los pulmones a base de cigarros.

—Resignación, ante todo resignación —acotaba una mujer que ya había pasado la treintena y vestía de riguroso luto—. El abuelo también me ha dejado un hueco en el pecho que yo no sé con qué voy a llenar... ¡ay! —rompía a llorar de pronto—, ¡ay! ¡Lo que más me duele es no haberlo acompañado en sus últimos momentos! ¡Ya lo veo tendido en su lecho y preguntando «¿dónde está mi Edilene?» y yo a cientos de kilómetros pensando que se encontraba perfectamente! Pero ¿quién puede culparlo? Nunca me mandaba malas noticias, ¡me quería tanto!, no le gustaba tenerme preocupada... ¡ay! ¡Cómo se me parte el corazón! ¡Tan bueno que era mi abuelito y ahora... ahora...!

—Ya, ya, tranquilízate prima —mediaba un hombre joven pero con profundas ojeras—. Yo estuve al corriente de su enfermedad, los últimos meses no hacía más que escribirme, decía que yo era para él un gran apoyo, hablaba mucho de la familia y no quería preocupar a nadie... —bajó la cabeza y se tapó los ojos con la diestra, como queriendo dar a entender que necesitaba un minuto para serenarse, luego continuó con voz ahogada—. Cuando me confesó que había empeorado dejé todo para venir... la preocupación roba el sueño..., ¡tantos kilómetros!... ¿Y para qué?, ¿para qué si no llegué a tiempo?... ¡ah!... siempre me quedará el sosiego de que el abuelito murió confiando en que me hallaba en camino. ¡Era tan paciente!

—Y bondadoso —apuntaba otro.

—Y comprensivo —añadía un hombre que hasta entonces se había dedicado a inspeccionar un pesado jarrón.

—E indulgente.

— ¡Un filántropo!

¿Pero qué dice ésta gente? ¡A día de hoy todavía no comprendo cómo no me morí de exasperación ahí mismo! Al fin me era dado a entender lo que pasaba en el pecho de mi tío la tarde que llegó vociferando: «¡Reposa por un momento desdichada dignidad, no sufras por esos que nunca te cobijaron en su pecho! ¡Pasa sobre el lodazal sin ensuciarte! ¡Y si te salpican la mano, córtatela sin vacilar!» ¡Las cruces trazadas por mi tío, cuán piadosas eran! ¡Cómo conviene el silencio a aquellos que se denigran con sus propias palabras!

Evitando los hilosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora