El gordo seboso me miró con cara de imbécil.
— Entonces... ¿intentaron saquear la tumba de su tío? —preguntó por centésima vez.
—Entonces, ¿llevo quince minutos desperdiciando saliva?
— ¡Niño! —exclamó Edilene acompañando su reproche con un mohín que hizo rechinar la vieja banca de la comisaría—. Así es oficial. Dos hombres. Por motivos de dinero al parecer.
—Válgame —musitó sin ninguna pasión. Desparramado como estaba en su asiento detrás de su escritorio deslustrado, se quedó mirando como idiota el cielo que ya comenzaba a clarear a través de la ventana de la comandancia, desentendiéndose de nosotros.
—Dispense, oficial, ¿se requieren más datos para levantar la denuncia? —aventuró Edilene. El hombre tardó varios segundos en despegar la vista de la ventana para posarla a continuación en sus manos, donde el largo de sus uñas captó poderosamente su atención al grado de que empezó a cortárselas con los dientes.
—No —dijo al cabo escupiendo un trozo de uña sobre su escritorio.
—¿Entonces? —cuestionó mi parienta, volviendo a entrar al círculo vicioso.
—¡Entonces nada! —proferí ya harto, levantándome con brusquedad de la banca que chirrió, siempre a nada de derrumbarse—. ¡Larguémonos!
—¿Qué sandeces dices? ¡Intentaron profanar la tumba del abuelito! ¿Cómo nos vamos a ir, así como así? No, nos quedamos hasta que proceda... lo que procede...
—¡La que dice sandeces es usted! Si no estuviera tan concentrada en representar ese ridículo papel de nieta desamparada, si por un minuto se dejara de sus "ay, el abuelito esto, ay, el abuelito lo otro" y pensara las cosas como son, se daría cuenta de que ni este hominicaco —y aquí el oficial resopló, entendiendo que le habían insultado pero no comprendiendo de qué modo—, ni nadie va a hacer nada.
—¿Cómo? ¡Pero si trataron de ultrajar el sagrado reposo de un hombre!
—¿Y de qué hombre? ¿No piensa usted que, si a estos besugos el cura no los estuviese mosqueando, ya estarían tardando en armar fiesta en celebración de su muerte?
—¡Calla! ¿Qué dureza de corazón tienes para pensar así?
—¿A santo de qué engañarse? Sabe usted que la hipérbole empleada es aquí perfectamente verosímil. Para todos mi tío era un Judas. ¿A quién va importarle que le arranquen del campo santo y lo tiren a un río, lo cuelguen en la fachada de la iglesia o se lo echen a los perros?
—¡A nosotros! —chilló mirándome con toda la dignidad de que podía hacer acopio.
—Déjese de tonterías. Usted se ha allegado aquí a guisa de buitre porque sospecha que entre el olor de la carroña va mezclado el olor del dinero. Pues bien. El muerto muerto está, si con él en vida nunca pudo congraciarse menos podrá ahora que se cuece en el infierno. ¿Hubo dinero?, lo hubo y ahora es mío, y le aclaro que de la herencia nada verá, su hipocresía, la de todos, me da asco y así, con tal de no premiarles tanta inmundicia, planeo podrirme yo solo con todo el endiablado dinero y que al maldito muerto que a nadie le importe si le roban un anillo o el dedo.
—Me rehúso a dejar que algo así ocurra —respondió apretando los dientes, fuese por rabia, fuese por contener las lágrimas que ya le asomaban—. Admito que siempre procuré hacer mi vida distanciada de la del abuelo, ¿qué quieres?, era un hombre difícil. Mas, sea por pura conciencia, no permitiré que violen el sepulcro de un hombre al que aún se le extraña.
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Evitando los hilos
General FictionUn préstamo de cincuenta centavos desata una serie de embrollos y desgracias.