El Lobo Estepario

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incorregibles lobos esteparios pudieran extraer a sus vasos un poco de confianza y de alegría. Y por mí, ¡que siga siendo tan maravilloso! Estaba bien, entonaba, volvía el buen humor. A propósito de la ensalada de palabras del artículo del periódico, me salió tardía una carcajada liberadora, y repentinamente volví a acordarme de la olvidada melodía de aquellos dulces compases de oboes: como una pequeña y reluciente pompa de jabón la sentí ascender dentro de mí, brillar, reflejar policromo y pequeño el mundo entero y romperse de nuevo suavemente. Si había sido posible que esta pequeña melodía celestial echara misteriosamente raíces en mi alma y un día dentro de mí hiciera brotar su encantadora flor con todos los bellos matices, ¿podía estar yo irremisiblemente perdido? Y aunque yo fuera una bestia descarriada, incapaz de comprender al mundo que la rodea, no dejaba de haber un sentido en mi vida insensata, algo dentro de mí respondía, era receptor de llamadas de lejanos mundos superiores, en mi cerebro se habían animado mil imágenes: Coros de ángeles de Giotto, de una pequeña bóveda azul en una iglesia de Padua, y junto a ellos iban Hamlet y Ofelia coronada de flores, bellas alegorías de toda la tristeza y de toda incomprensión en el mundo; allí estaba en el globo ardiendo el aeronauta Gianozzo y tocaba la trompeta; Atila Schmelzle llevaba en la mano su sombrero nuevo; el Borobudur hacía saltar su montaña de esculturas. Y aun cuando todas estas bellas figuras vivieran también en otros mil corazones, todavía quedaban otras diez mil imágenes y melodías desconocidas, para las cuales sólo dentro de mí había un asilo, unos ojos que las vieran, unos oídos que las escucharan. La vieja tapia del hospital con el viejo color verde pardo, sucia y ruinosa, en cuyas grietas y ruinas podía uno imaginarse cientos de frescos, ¿quién se ponía a tono con ella, quién se adentraba en su espíritu, quién la amaba, quién percibía el encanto de sus colores en dulce agonía? Los viejos libros de los monjes, con las miniaturas tenuemente brillantes, y los libros olvidados por su pueblo de los poetas alemanes de hace doscientos y de hace cien años, todos los tomos manoseados y carcomidos por la humedad, y los impresos y manuscritos de los músicos antiguos, las tiesas y amarillentas hojas de notas con fosilizados sueños de armonías, ¿quién escuchaba sus voces espirituales, picarescas y nostálgicas, quién llevaba el corazón lleno de su espíritu y de su encanto a través de una edad tan diferente y tan lejana a ellos? ¿Quién se acordaba ya de aquel pequeño y duro ciprés en lo más alto de la montaña sobre Gubbio, tronchado y partido por una roca desprendida y aferrado, sin embargo, a vivir, hasta el punto de echar una nueva copa modesta y fragante? ¿Quién hacía justicia a la cuidadosa señora del primer piso y a su reluciente araucaria? ¿Quién leía de noche sobre las aguas del Rin las escrituras que dejaban trazadas en el cielo las nubes viajeras? Era el lobo estepario. ¿Y quién buscaba entre los escombros de la propia vida el sentido que se había llevado el viento, quién sufría lo aparentemente absurdo y vivía lo aparentemente loco y esperaba secretamente aún en el último caos errante la revelación y proximidad de Dios? Aparté mi vaso, que la tabernera quería volver a llenarme, y me levanté. Ya no necesitaba más vino. La huella de oro había relampagueado, me había hecho recordar lo eterno, a Mozart y a las estrellas. Podía volver a respirar una hora, podía vivir, podía existir, no necesitaba sufrir tormentos, ni tener miedo, ni avergonzarme. La finísima y tenue lluvia impulsada por el viento frío tremaba en torno a los faroles y brillaba con helado centelleo, cuando salí a la calle desierta ya. ¿Adónde ahora? Si hubiese dispuesto en aquel momento de una varita de virtud, se me hubiera presentado al punto un pequeño y lindo salón estilo Luis XVI, en donde un par de buenos músicos me hubiesen tocado dos o tres piezas de Hándel y de Mozart. Para una cosa así tenía mi espíritu dispuesto en aquel instante, y me hubiera sorbido la música noble y serena, como los dioses beben el néctar. Oh, ¡si yo hubiese tenido ahora un amigo, un amigo en una bohardilla cualquiera, ocupado en cualquier cosa a la luz de una bujía y con un violín por allí en cualquier lado! ¡Cómo me hubiese deslizado hasta su callado refugio nocturno, hubiera trepado sin hacer ruido por las revueltas de la escalera y lo hubiera sorprendido, celebrando en su compañía con el diálogo y la música dos horas celestiales

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⏰ Última actualización: Jul 26, 2016 ⏰

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El Lobo Estepario-Hermann HesseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora