Azucena

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Azucena

Azucena, quién se perdía en esos ojos azules profundos, en sus labios remojados por aquel exquisito coñac, en sus mejillas sonrojadas, en su piel que contaban miles de historias, en su besos bienaventurados, en su toque de comprensión, en sus palabras llenas de dulzura, lo admiraba mientras él no se daba cuenta, o eso pensaba ella.

Se sonrojaba al verlo batallar con aquella mágica píldora azul mientras que la tenue luz de la luna que se colaba por la ventada de su habitación, hacía que esos mechones grisáceos en su pelo se vieran de un suave color azul. Se sonrojaba al sentir sus dedos rozar su pelvis cuando desabrochaba sus pantalones de mezclilla. Se sonrojaba cuando él siempre la pillaba viéndola y guiñaba un ojo, dándole a entender lo que ocurriría luego.

Azucena, quien vivía para hacerlo feliz, siempre era tratada como una princesa cuando él acariciaba sus muslo con cierto frenesí. Él la llevaba a las estrellas y la traía devuelta haciéndola explotar tras aquella perfecta colisión. Él siempre la llevaba atrás en el tiempo con cierto romanticismo y deslizaba sus dedos por sus labios todo el camino hacia el espacio entre sus senos. Él la hacía sentir segura cuando se sentía sola en el mar azul. La hacía sentir especial.

Él se deleitaba con ese suave movimiento de caderas que ella hacía solamente para él. Se relamía los labios y se imaginaba teniéndola debajo de su cuerpo, haciéndola sentir como si fuera la única chica en el Universo. Mandó a la mierda aquella droga que siempre terminaba por impresionar a sus presas, pues con ella la necesitó aquél diecinueve de julio y de en esa fecha en adelante se dijo que teniendo aquel paraíso debajo de aquella falda, no la necesitaría.

Ella fingía amar a otra persona mientras él fingía que no se quemaba por dentro cada vez que el impostor deslizaba con falsa delicadeza su mano por aquella exquisita cintura que había besado un millón de veces. Ella fingía aprecio por unos ojos pardos sin brillo, mientras él fingía que su deseo por esa niñata con buena flexibilidad era inexistente. Ella fingía que su mundo sin el impostor era nada, mientras él se retenía ante la idea de mancharse los labios de rojo, ante la idea de caer en lo azul cada vez que ella mencionaba su nombre, ante la tentación de besar esos labios que eran más que suyos, ante la idea de explorar sus adentros por milésima vez y sentirse como en casa, ante una serie de pensamientos impíos, pero no le importaba, pues la única vez había sentido religión había sido cuando su nariz divagaba por tierras sagradas.

¡Benditas sean las noches desestrelladas encima de los techos de aquellos moteles! Esas noches que eran testigos de lo que pasaba cada viernes dentro de esas cuatro paredes. Aquellas aventuras que terminaban en pequeñas mordidas, en promesas cumplidas, en sonrisas brillosas, en besos parsimoniosos, en una visión de dos personas y medio, en miradas lujuriosas, en silencios matadores.

Y a pesar de que sus intercambios de sentimientos es lo que toda fémina desea, no todo era color azul cielo. Azucena se sentía mortificada con la idea de estar tan distanciada del amor de su vida, esos diecinueve años que la separaban legalmente de sus labios era la distancia más desgarradora para ella, pues era solo una niña, humilde y experta de lo prohibido, de tan solo diecisiete otoños. Mientras que él no era más que un hombre perdido en las peleas de sus padres y las miradas de su pequeña Azucena, e inversamente de que cada vez que la dejaba en su casa y la veía entrar con cautela por la puerta se sentía como un criminal, cuando tocaba su piel sentía que en su vida existía solo ella, la pequeña Azucena. 

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⏰ Última actualización: Jul 28, 2016 ⏰

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