Baño Público

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No fue el sueño, en realidad, lo que me obligó a detenerme en la estación de servicio. No, yo puedo conducir durante horas, kilómetros y kilómetros sin cerrar una sola pestaña. Cuando era pequeño mi madre me regañaba siempre que hallaba la oportunidad. «Si sigues así, vas a morir joven», me decía. «Uno necesita dormir ocho horas». Tampoco es que no durmiera, si no tenía nada que hacer, no me iba a quedar despierto viendo la negrura. Es solo que si ameritaba mantenerse despierto, ni Morfeo podría vencerme. No fue por el sueño que me detuve; no, en realidad fue por algo que, si bien puede parecer menos importante, me urgía más.

Detuve el carro en una extraña estación, una que nunca antes había visto, y eso que he recorrido esta vieja carretera varias veces. Me estacioné y le pregunté al bombero dónde estaba el baño. Me hizo las señas, me baje del carro y crucé la estación. No había absolutamente nadie, estaba desierto. En realidad no era ninguna sorpresa, desde que construyeron la interestatal que ya casi nadie anda por aquí. Yo sigo prefiriendo esta ruta, me encanta el paisaje de estos lados —rocoso y montañoso, con un limpio cielo desplegándose en el horizonte—, y la tranquilidad.

El baño no estaba dividido por sexos, sino que era único. Adentro era medianamente amplio, no mucho. El cuarto se extendía hacia mano derecha, donde había un lavamanos con un pequeño espejo rústico en la pared; y hacia el fondo, donde había dos cubículos con un retrete cada uno, pero el de la izquierda estaba descompuesto. Aunque la necesidad de evacuar el vientre era considerable, me dirigí hacia el cubículo derecho con paso cauteloso, como si en cualquier momento pudiera salir alguien del cubículo clausurado e intentar asaltarme. Cuando estaba a punto de abrir la puerta —bastante deteriorada. No brindaba ninguna tranquilidad—, una señora entró al cuarto de baño y me pidió si podía dejarla utilizar el retrete primero. No lo dudé mucho, mi madre me había enseñado, aparte del horario de dormir, a ser caballeroso, sobre todo con una mujer mayor como ella. Por supuesto le cedí mi lugar, y esperé dentro del cuarto —afuera hacía un frío inefable—. Poco antes de que la señora terminara de evacuar, entró una niña y se aproximó al cubículo derecho.

—Abuelita ¿le falta mucho? Necesito usarlo —decía mientras daba unos pequeños saltos.

—Ya casi, Laurita —le respondió la señora. Ella salió y la niña entró inmediatamente; me molestó un poco pero lo entendí.

La señora y yo nos pusimos a conversar, cuando llegó un fontanero a arreglar el retrete descompuesto. «Con su permiso», nos dijo y se puso a revisarlo. La niña salió, pero en cuanto me dispuse a ir al cubículo, un hombre en muletas —que no vi en qué momento entró al baño— me rogó dejarle usarlo antes. Ya estaba empezando a irritarme, pero no pude decirle que no. «¿Qué te parece si esperamos a tu padre aquí, Laurita? Afuera está muy frío», dijo la señora, la niña asintió y permanecieron dentro del cuarto de baño.

El señor de las muletas ya comenzaba a tardarse, y mis ganas de defecar empezaban a volverse incontrolables. Créanme que no exagero cuando les digo que el caballero tardo veinte minutos. Mientras él seguía ahí dentro habían llegado otras cinco personas con intenciones de usar el retrete. Yo me preguntaba de dónde había salido tanta gente, si cuando llegue este lugar parecía un cementerio. Aparte de los nuevos acompañantes, aun seguían aquí la señora y Laurita, y el fontanero que, al parecer, no sabía muy bien lo que hacía. Con suerte cabíamos todos, si llegaba uno más este lugar reventaba.

El hombre de las muletas finalmente salió, y no esperé a que nadie me atajara; entré rápido, sin mirar a los costados. Una vez adentro me bajé los pantalones y me senté bruscamente. Pero no me sentía cómodo: había tanta gente afuera, y yo presentía que la evacuación no iba a ser muy limpia y silenciosa. Eso sin contar la puerta, que estaba tan deteriorada que podía ver algunos rostros del otro lado, entre ellos al hombre de las muletas que, con evidente dificultad, intentaba lavarse las manos.

Aguardé unos segundos, afuera algunos conversaban. «Hijo ¿Me puede decir la hora?», le preguntó la señora a uno de los que llegó al final. Él, al no tener reloj, le preguntó a otro, hasta que todos terminaron preguntándose la hora entre ellos. Al ninguno tener reloj me preguntaron a mí. «Las 22:30», les respondí desde dentro del cubículo. Aguardé otro poco sentado, intentando evacuar con cuidado... al ver que no iba a ser posible, fingí que me limpiaba el trasero, me subí los pantalones y, abriéndome paso por entre la pequeña multitud, salí del baño.

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⏰ Última actualización: Aug 22, 2016 ⏰

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