RELATO: LA NOCHE DEL FIN DEL MUNDO

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-Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo. Salvador se repetía esa frase una y otra vez antes de ir a su trabajo. Era un lema conocido que había escuchado hacía ya mucho tiempo, no recordaba exactamente de quién era ni cuál era su sentido original, pero le gustaba como sonaba y no tuvo el menor reparo en apropiárselo. Se repetía ese mantra una y otra vez en cada ocasión en la que estaba obligado a dirigirse al trabajo. Era su particular manera de decirse a sí mismo que algún día lo logaría, que conseguiría algo mejor pudiendo ser libre al respirar sin la sensación de tener permanentemente una soga alrededor del cuello y sobre todo, sin el constante sentimiento de ahogo que el fracaso había traído a su vida. Porque la realidad era que Salvador a sus 42 años se sentía un fracasado. La suya era una situación en punto muerto, un proyecto de vida fallida. Vivía solo, en un reducido apartamentucho de la periferia cuyo alquiler apenas podía pagar. Sin pareja y sin relación estable desde hacía años, y sin tampoco la más mínima perspectiva de mejora. -¿Pero qué cojones vas a mover tú? Ese pensamiento solía sobrevenir seguidamente como la contra replica de su consciencia correctora. Esto acontecía cuando contemplaba su oronda y blanquecina figura, adornada por una generosa pelambrera de vello que se encontraba presente por cada rincón de su cuerpo salvo en la cabeza. La ducha solía ser la Némesis de su auto inducido subidón; Salvador recordaba haber leído en algún libro de Bukowski que para mantener el ánimo alto, era preciso no mirarse al espejo, él podía corroborar cuan certera era esa recomendación. Todo el cuarto de baño en general resultaba un lugar particularmente deprimente ya que no se ejercían las labores de limpieza con la asiduidad ni con la eficacia debida; el suelo estaba lleno de churretes y pequeñas partículas de polvo, barro así como todo tipo de restos de calzado. El agua caliente tardó en salir y Salvador se apresuró a enjabonarse temeroso de que se acabará el gas de la bombona. Al salir cogió la acostumbrada toalla que empezaba a perder tersura, adquiriendo, a base de acumular usos un aspecto cada vez más acartonado. El baño solo le reconfortó parcialmente, sabía lo que tenía por delante y se preparaba para ello. Una vez entró en su cuarto, buscó un par de calcetines, unos calzoncillos limpios y los colocó al lado de su impoluto uniforme de trabajo. Su piso era un cuchitril, pero se cuidaba mucho de que la ropa que llevaba estuviera siempre presentable, esa pulcritud en el vestir constituía su último reducto, la trinchera donde guarecerse de cara al exterior y aparentar que las cosas seguían su curso. No tenía la más mínima gana de ir a trabajar esa noche, lo cual no era ninguna novedad, nunca la tenía. La sola idea de acercarse a su puesto le producía sarpullidos. Y sin embargo, allí estaba él una vez más. Saliendo a la calle y arrancando el Opel Corsa. .......................................................................................................

La calzada estaba ligeramente mojada, lo que indicaba que debían haber caído algunas gotas y la humedad sumada a las bajas temperaturas provocaba que el vaho se pegara a la luna lo que hacía algo incomoda la conducción. Eran poco más de las diez, pero el ambiente no era particularmente apacible por lo que las calles estaban desiertas y apenas  circulaba algún que otro coche; todo apuntaba a que sería un turno tranquilo como por otro lado correspondía a una noche entre semana. Apenas le llevó media hora llegar al barrio donde estaba el edificio en el que trabajaba. Dejó su cascado utilitario de segunda mano aparcado en una esquina y se encaminó hacia la entrada del edificio. Solamente pedía compartir un turno tranquilo con unos compañeros que no fueran tocapelotas, en principio la primera parte parecía factible, pero aún tendría que comprobar quién más venía. Tras atravesar el umbral de la entrada intercambió un saludo desganado mientras se cruzaba con el empleado de seguridad, ganando poco después el ascensor. Para entonces ya experimentaba ese extraño síndrome personal, que no consistía ni más ni menos que en sufrir el abominable peso de un tedio atenazante que se precipitaba de forma inmediata sobre él como una maza, haciéndole creer incluso que en aquel lugar la presión de la gravedad era mayor. Tan pronto como entraba en el número treinta y siete del Paseo de Recoletos, su cabeza se hundía en el suelo al caminar y sus pies se arrastraban por el suelo, después, como cada noche, accionaría el botón del ascensor que le llevaría a la cuarta planta y estaría una vez en su querida y denostada sala. -------------------------------------------------------------------------------------------------------------Salvador cumplió con su estricto protocolo personal y llegó con diez minutos de antelación para tener tiempo de tomar un café y sacar una botella de la máquina expendedora del office. En aquel habitáculo prestó atención a los compañeros que le tocaron en gracia, serían cinco más el responsable de turno, una nueva noche que irían cortos de personal, aunque aparentemente sería una noche tranquila sin muchas llamadas. Esperó a que el café se enfriara hasta que se lo bebió sin titubear decidiendo que había llegado la hora de entrar. Y allí estaba él de nuevo, en esa sempiterna sala de tono aséptico y atemporal, aquel lugar al que llamaban call center, pero que no era sino un agujero esférico en medio del espacio, un lugar sin principio ni fin en donde todo era blanco, las mesas, los teclados, los uniformes, los rostros, todo, absolutamente allí dentro carecía de color. Así se encontraba él una vez más; enjaulado y encadenado a un teléfono y a la pantalla de un ordenador, preparado para atender los problemas de la población, esperando que sonara el teléfono y que entraran las llamadas de los ciudadanos, aguardando a los gritos y llantos de gente desesperada, a los balbuceos incoherentes de personajes ebrios, o los impertinentes improperios de señoritos prepotentes que dicen pagar sus impuestos como si fueran los únicos en hacerlo. Gente. Ni más ni menos que eso en definitiva. Gente descontrolada caótica, e insoportable a los que gustosamente Salvador hubiera escupido en la cara o retorcido el cuello en más de una ocasión si los hubiera tenido delante. Allí estaba él, listo para llevar a cabo una nueva jornada de trabajo.

LA NOCHE DEL FIN DEL MUNDO (Relato) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora