II

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Lo habría creído un sueño.

Se miraba abstraído en el espejo como si no fuera él, como si el que reflejaba aquel cristal fuera otra persona con otro cuerpo que no era el suyo.

Si se lo hubieran contado, si lo hubiera soñado, si en algún momento de su enclaustrada vida se hubiera imaginado esto, se habría llamado loco a sí mismo. Y aún teniendo en frente una imagen visual de sí mismo, su cerebro se negaba a creerlo.

No. No podía ser verdad.

Elevó su mano derecha hacia su clavícula, rozando la gran marca violeta que estaba tatuada en su piel pálida. Su cuerpo se estremeció cuando la yema de su dedo índice tocó el morado. Aún podía recordar sus dientes clavándose en su dermis, sus manos acariciándole, su lengua tentándole, sus gemidos roncos aún rebotaban difusos en sus oídos. Lo recordaba dentro de él.

Era real. Y las muchas marcas que tenía en el cuerpo lo corroboraban. Eran las pruebas del pecado, ahogándole como si tuviera una soga atada al cuello. Eran como las huellas de un delito, eran los clavos incrustados en las manos de Jesús en su crucifixión, era el número quemado en la piel de los judíos en un campo de concentración. Eran él. Suyas, todas ellas.

Las gruesas lágrimas se le escurrieron de las pestañas, bañando sus mejillas sin descanso. ¿Qué había hecho? Se negaba a creer que fuera cierto. Él no podía... No, no podía. Pero lo había hecho. Se había dejado llevar, había cerrado los ojos y había sentido algo que jamás creyó existir. Una llama se había encendido en su interior, había explotado de la nada, incendiándolo todo, quemando sus principios, su vergüenza, su pudor, se había desatado dentro de él, incontrolable y lastimera, dejándolo hecho cenizas.

¿Qué iba a hacer ahora?

Llevó su mano hacia su boca para acallar un sollozo. No quería que alguien lo escuchase y descubriera sus marcas. Sólo de pensar que el Padre Lee podía enterarse de eso...

Se suponía que el estaba casado con Dios, que lo amaba en cuerpo y alma. Pero había entregado su cuerpo a un diablo albino y su alma quedó enterrada en el colchón al descubrirse sólo por la mañana.

Se decepcionó de si mismo al notar que le dolía más despertar sólo que el pecado que había cometido.

Se vistió a trompicones con un hábito del que ya no era digno, porque su cuerpo era impuro y su alma estaba corrompida. Salió del baño, con la garganta rasgada de aguantar los sollozos para poder llorar en silencio. Creyó desvanecerse cuando vio su cama, totalmente desecha, con las sabanas manchadas de rojo por la sangre en signo de su perdida de virtud. Las arrancó de la cama, con las manos temblándole sin control y el pecho hundido, escondiéndolas debajo de la cama. No quería que nadie supiera lo que había hecho, no quería ver mas marcas que le recordasen la noche anterior.

Ni si quiera se tomó la molestia de volver a hacer la cama, simplemente salió corriendo de la habitación, encaminándose desesperado por los pasillos de la Iglesia, sin tomar en cuenta a las personas que se estaba cruzando y que lo veían llorar desamparado y perdido.

Trastabilló con su propio pie al llegar a la pesada puerta de madera del ala este de la Iglesia. Dentro había un pequeña capilla que no estaba abierta al público. Siempre había sido su favorita. Pequeña y tranquila, ni si quiera tenía bancas para orar, solo estaba recubierta por una alfombra gris que llevaba a un altar donde descansaba una replica de la Virgen María rodeada de velas como parte de la ofrenda de los que vivían ahí. Se arrodilló ante ella, con la frente pegada al suelo y las rodillas hincadas en su pecho, retorciendo la alfombra entre sus manos.

- Santa María, madre de Dios...

Su rezo se interrumpió por un lamento que dejó escapar libremente. Sabía que ahí dentro nadie podría escucharle. Quería seguir rezando, suplicar perdón al Señor, depurar aunque fuera un poco su alma penitente, pero le era imposible. Se ahogaba. La culpabilidad, los recuerdos, los besos en su cuello le ahogaban.

Diablo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora