Jamás te adentres solo

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Como cada verano desde que la memoria le alcanzaba, Francisco pasaría un tiempo con sus abuelos en la pequeña, y aburrida cabaña del bosque. Nunca lo hubiese pensado, jamás se le hubiese ocurrido desoír las palabras de su abuelo, pero empujado; en parte, por la curiosidad, y en parte por la rebeldía propias de sus doce años; lo hizo. La segunda noche de su estancia allí, agarró su bolsita, una linterna sin pilas y unas barras de chocolate para no pasar hambre para silenciosamente, avanzar por las crujientes tablas de madera, tomar la puerta, y en un ágil movimiento lograr, sin apenas hacer ruido, salir fuera.

Lo había logrado, había salido, pero el frío y la humedad abrazaban el ambiente. El miedo, atravesando cada capa de ropa, llegó hasta sus huesos y un escalofrío de puro terror lo recorrió por todo lo largo y ancho de su espalda, llegando hasta el rincón más recóndito de su ser, haciéndole estremecer al contemplar la oscura inmensidad del bosque donde, en la noche, cada silueta parecía observarlo y amenazarlo. Las palabras de su abuelo retumbaban en su cabeza como grabadas a fuego lento en su mente, "jamás te adentres solo". Pero el frío pareció congelar ese fuego y avanzó, con aparente decisión, por una fina niebla que se fue tornando más y más densa por momentos. No tardó en comenzar a arrepentirse, pero no iba ya a echarse atrás. Caminó durante un puñado de minutos, que a él le parecieron horas, durante los cuales no cesó de mirar, con recelo en todas direcciones. Y cuando pensaba que sus pasos se habían vuelto locos y no le llevarían a ningún lado, un camino. Evidentemente el pequeño Francisco lo tomaría, con más temor que ganas, y con mas curiosidad que valentía. De repente, cuando aun no había tomado el camino, una suave brisa lo azotó por la espalda, era una brisa fría, más incluso que el hielo, y estaba cargada de algo que no le hacía sentir nada cómodo, pero no tuvo el valor de girarse, más que para percibir vagamente, por el rabillo del ojo una fila de figuras con la cabeza gacha, que andaban en fila en alguna dirección entonando un extraño canto, las cuales desaparecieron en el espesor de la niebla en lo que parecía una marcha fúnebre. A pesar del miedo que lo ahogaba y el lúgubre canto que persistía cabeza, aun atormentandolo y con el fuego de las palabras de su abuelo totalmente congelado, se apresuró a seguirlas. Anduvo durante horas, quizá un par de ellas, en su búsqueda, sin éxito alguno. Completamente perdido, y apabullado por un terror inhumano que lo controlaba, ya solo deseaba volver a la pequeña, y acogedora cabaña de los abuelos, cuando llegó a lo que parecía un pequeño pueblo abandonado, no contaba más que con un puñado de casas arrasadas por lo que parecía un brutal incendio y restos de lo que parecía una iglesia. En este punto el pavor que sentía era tal que por poco lo paralizaba. Y de nuevo allí, esas figuras, junto a lo que fue la iglesia, ya no formarían nunca más una fila, sino un corro entorno a algo. De pronto una sensación de tremenda calma y placentera calidez lo envolvió desde dentro hacia fuera. Empujado por la imperiosa necesidad de acercarse a lo que parecía un sagrado culto, o un rito satánico, se vio tratando de escudriñar lo que las figuras ocultaban en el centro del círculo. Lo que allí vio es difícilmente descriptible, pronto descubrió el cadáver de un niño, de unos doce años, que portaba una sucia melena rubia que le colgaba hasta los hombros, bajo la cual podía distinguirse la expresión de horror más atroz que nadie pueda imaginar atormentando unos ojos verde esmeralda carentes de vida, que atraparon a Francisco en una espiral de sentimientos y horror de la que ya no pudo escapar. vio,vio de pronto, en el centro del círculo, sin más posibilidad que la de observar, más allá de las risas de los espíritus, la cara de un niño con una preciosa melena rubia que le colgaba hasta los hombros y unos ojos del color verde esmeralda más intenso que se pueda concebir, empañados por las lágrimas de aquel que asiste a su agonía final; era él, tratando, sin éxito, de huir de la mirada de la misma muerte.

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