Capítulo 2

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Pov. Marcos

Solo recuerdo salir de mi coche, rodeado por los conocidos de Onega, todos esperando para tomar el avión. Entre ellos, uno de sus repugnantes amigos decidió tomarse libertades que me resultaron especialmente irritantes.

—No deberías llamar a tu madre por su nombre. Es una falta de respeto —me soltó, acercándose tanto que podía oler su aliento rancio y ver los empastes oscuros en sus muelas.

Incluso en medio de mi ensimismamiento, no pude evitar soltar una risa. Una carcajada apagada, pero cargada de ironía. Qué absurdo. Precisamente Onega es una de las principales culpables de lo que soy, de mi vida, de todo lo que me ha forjado. Si algo de lo que hago le molesta, que se pida perdón a sí misma.

—Agradezco el intento de lección moral, pero no estoy buscando un nuevo padre —dije, rodeando lentamente su figura corpulenta. Le sostuve la mirada, y vi cómo se tragaba las palabras que tenía preparadas.

Me revuelve las tripas cada vez que alguno de los conocidos de Onega se cree con derecho a sermonearme, como si el hecho de que mis padres estén separados significara que necesito una figura paterna que me adoctrine con valores y lecciones que, según ellos, me faltan precisamente por esa razón.

Después de eso, volví la mirada a mis pies, tomándome mi tiempo para colocar ciertas piezas en mi cabeza. Y cuando quise darme cuenta, era como si hubiese llevado la vista pegada al suelo todo este tiempo. No sé en qué momento despegamos de Málaga ni cuándo volvimos a tocar tierra en Mallorca. Me dejaba llevar por un contacto ligero, casi etéreo, que guiaba mis pasos sin que me diera cuenta, un simple hilo de luz que seguía sin saber a dónde me llevaba.

Cuando escuché mi nombre, como desde un tercer o cuarto plano, volví en mí. Al alzar la vista, el coche en el que íbamos recorría una carretera amargamente familiar que pronto se convirtió en un camino de tierra polvoriento.

—Nos hemos adelantado, vamos a esperarlos —dijo el conocido a Onega mientras miraba por el retrovisor, intentando liderar la situación para sorprenderla.

—Sí, porque si no, no hay manera de llegar. Esto es un laberinto de caminos —respondió ella, encantada, mientras observaba con fascinación las nubes de polvo que levantaba el coche.

—Y tanto. No entiendo para qué tantos caminos.

—La mayoría acaban en ninguna parte, son caminos de cabras o entradas a fincas sin construir.—trató de sonar elocuente.

—¿Ves? ¿Para qué tantos? —rio el hombre.

—Cierto —le devolvió la risa—. ¿Cómo lo hicisteis vosotros?

El silencio que siguió dejó claro que la pregunta estaba dirigida a mí, aunque era lo último que quería oír. No tenía interés en recordar, mucho menos en discutirlo.

—No sé —contesté seco, esperando que lo dejara estar.

—¿Cómo que no lo sabes? Algo tendrás que recordar. Eráis pequeños, pero no tanto —insistió ella girándose en su asiento para buscar mi mirada. Que no encontró.

—No sé.

Se quedó mirándome, como esperando una respuesta más elaborada.

—Bueno... —dijo finalmente, volviendo a colocarse en su asiento—. Al final, se fueron los tres solos desde el aeropuerto hasta la casa de mi ex.

—Vaya, eso son unos cuantos kilómetros. Y ya no es solo la distancia, sino cómo supieron cuál era el camino —respondió el hombre, en un tono condescendiente—. Toda una hazaña.

¿Hazaña? A los ojos de un inepto cincuentón que solo quería llevarse a mi madre a la cama, eso es todo lo que aquel día representaba. Pero lo que más me irritaba era que Onega contara esta historia como si fuera una anécdota entrañable.

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⏰ Última actualización: Aug 15 ⏰

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