Capítulo 1

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Pov. Marcos

Miro la carretera pasar a cámara lenta ante mis ojos como si yo no fuera más que un espectador de una mala película. Piso el freno con fuerza; las manos giran el volante por inercia hasta que el coche se detiene de golpe. El cinturón se clava en mi pecho, arrancándome el aire y quemándome desde la garganta hasta la cadera, devolviéndome brutalmente a la realidad.

Joder, maldigo con el sobresalto aun recorriéndome el cuerpo.

Mis dedos tiemblan como locos pero les obligo a palpar la parte baja de mi camiseta y mis pantalones. ¿Dónde está? ¿Dónde cojones lo he tirado? Siento la mandíbula temblar. Mi pecho, mi estómago y mi frente están ardiendo, como si un incendio se hubiera instalado ahí.

¡Aquí está! Entre el asiento y el reposabrazos, el maldito móvil. Mis dedos se estiran, luchando por alcanzarlo, y me siento como un idiota por tener que hacerlo. Solo un poco más... Formo una pinza con los dedos, lo engancho, y con un tirón seco lo saco de golpe, atrapo el móvil en el aire con fuerza como si mi vida dependiera de ello. Tanto así que un poco más de fuerza y el cristal de la pantalla habría estallado. Pero era incapaz de medir las fuerzas porque mis dedos se enfrían a una velocidad anormal, ilógica y... ¡Céntrate! Coloco el móvil entre mis manos patosamente y a la tercera finalmente acierto el botón. La pantalla se ilumina mostrando un nombre «Onega».

Esa es última llamada registrada.

Así que sí, sucedió.

Un coche pasa pitando a toda velocidad, y mis ojos lo siguen, desorientados, como si intentara encontrar sentido en medio de una tormenta. Ni siquiera me he echado bien al arcén; mi coche está torcido contra el quitamiedos, en una diminuta explanada cubierta de grava gruesa como pelotas de golf. Podría haber reventado una rueda con semejante frenazo.

Tres coches más cruzan a una velocidad endemoniada, a menos de un metro haciendo temblar el coche. El último pasó maldiciéndome a gritos. Bajaría a tirar piedras a todo aquel que viniera. Dios, claro que lo haría. Lo haría si pudiera, pero mi cuerpo está anclado al asiento. Completamente petrificado todavía entumecido por el susto.

Había perdido el control. La noción. Me fui de este plano por unos largos y peligrosos segundos cuando escuché hablar a mi madre con ese tono falso, de plástico. Manteniendo la compostura, serena y reconfortada como nunca. No había ni un mísero atisbo de pena. Ni siquiera fingió. ¿Para qué fingir? Conmigo no le hacía falta mostrar la cara buena ni andar con minucias.

Me dio la noticia que ella tal vez llevaba esperado media vida, pero a mí me abrió el pecho de par en par.

Lo soltó de golpe. Clara. Concisa. No necesitaba más.

Y yo... Yo solté todo también, todo lo que estaba haciendo lo solté como si me quemara. Solté el teléfono y el volante. Pero estaba yendo tan rápido que todo se descontroló peligrosamente. El coche se sacudió mientras mis reflejos intentaban lo que quiera que hubieran adquirido durante todos estos años de experiencia conduciendo, pero definitivamente no había tomado bien aquella curva. Conocía este camino a la perfección, después de tantos años recorriéndolo casi a diario podría hacerlo con los ojos vendados por lo que de normal apenas prestaba atención a nada y mucho menos a la carretera por lo que haber girado a la izquierda en lugar de a la derecha, donde estaba el abrevadero, fue pura suerte. Prácticamente un milagro.

Golpeé mi cabeza contra el reposacabezas con fuerza rompiendo al fin la frigidez que me inmovilizaba. Otro coche pasó peligrosamente cerca pero no me importaba ahora mismo. Ahora mismo la noticia estaba luchando por entrar en mi cerebro, algo en mi cabeza le impedía ser asimilada. Por eso mismo me daba igual si mil coches pasaran a gran velocidad a centímetros de mí, si me arrollan o si una ola gigante emerge de la nada y devora la carretera entera.

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