Las estrellas refulgían sobre mi cabeza, brillantes, esperando algo que no creía que nunca se fuese a cumplir. Una espera eterna, un sueño imposible, un sentimiento prohibido, y yo. Allí estaba, sola en el porche, sentada en los escalones de entrada, observando las estrellas, tan hermosas y etéreas, tan inalcanzables... Peligrosas, y a la vez inofensivas, tan lejanas y a la vez tan cercanas.
Las miro, sintiéndome parte de ellas, y escucho sus susurros, como lloran por que desean estar juntas, y no pueden recorrer esos centímetros... O quizá millones de kilómetros que las separan.
Lloran con lágrimas de plata. Y puede que las mías no sean plateadas, pero también son lágrimas, lágrimas que me limpio a tientas con el puño de mi chaqueta.
No se exactamente por que lloro, o quizá, lo que ocurre es que no quiero saberlo. A veces lloras simplemente por que lo necesitas, sin razones de peso, sin complicaciones.
Pero soy consciente de que esta no es una de esas veces, soy consciente de que lloro por él. Por qué a pesar de estar tan cerca, lo siento tan lejos como de lejanas están las estrellas. Después de tantos rechazos, de tanto daño que le causé, después de tanto, es normal.
Él no me iba a esperar eternamente, y ahora que me doy cuenta de la verdad, a él ya no le interesa escuchar. Y no lo culpo, nunca le culparía por algo así.
Un frío suspiro se escapa de mis resecos labios, una salada lágrima se cuela entre estos como un amante furtivo... Y un ruido, el de unos pasos cuidadosos, termina por estropear el silencio.
Damon apareció así, sin más, saliendo de las sombras como si lo hubiera preparado. Me miro desde lejos, con sus sinceros ojos azules, más brillantes incluso, que las propias estrellas, y definitivamente mucho más apenados.
Ninguno de los dos pronuncio palabra alguna, nuestras miradas se saludaron en lugar de hacerlo nuestras bocas, como yo tanto deseaba.
Él camino, paso que no parecían suyos, sin fuerza. No parecía... No parecía Damon.
Se sento junto a mi. No ha río la boca, simplemente se sentó y yo no iba a obligarle a hablar cuando era yo misma quien debería disculparse.
No podía formar palabras, ni en li mente ni en mis labios, así que el silencio nos acompaño, no había palabras para arreglar aquello, había acciones, y a mi me daba demasiado miedo actuar, mientras que él, supongo, se había cansado de intentar.
Mi mano cayo como sin cida, sobre la de Damon, los movimientos de nuestros dedos eran suaves, lentos, queríamos fingir que se habían enganchado por casualidad, que no había nada planeado, y lo cierto es que lo había. Nuestras manos se fundieron, la suya, ligeramente fría, y más grande que la propia. Y la mía, un rico pulso caliente latiendo aceleradamente por unas venas expuestas a un vampiro. Y aún a pesar de todo, sonreí, a pesar de tener aún las mejillas húmedas. Aquello sólo sería un momento, algo para recordar, una acción inocente, no resolvería nuestro problema, pero en aquel momento, me llenaba de paz, como si allí, en aquella pequeña burbuja que había decidido crear, nada malo pudiese ocurrirme.
