Anhelo Medio Vano

8 0 0
                                    

-¿Por qué siempre están enojados los medios elfos, papá?
-Porque son mulas y no pueden hacer nada al respecto.
Omari solo arqueó las cejas, mirando al padre. Este pagó al herrero y se marchó con su hija.
-No los escuches -le dijo el herrero-, las personas temen a lo que no conocen.
-Ya estoy acostumbrado, ya no me importa lo que digan. ¿Terminaste el juego de buriles?
-Sí, ya están listos.
-Excelente.
-¿Qué tal tu viaje a Opcaito?
-Bien. Tuve que esperar a que llegara el barco con el marfil, por eso tardé dos días más de lo planeado, pero la ciudad es bonita y la gente es menos prejuiciosa.
-Lo bueno es que estás de vuelta y ya podrás comenzar a trabajar, uno no es nada sin sus herramientas, y tú tienes las mejores -dijo orgulloso el herrero al entregarle a Omari sus buriles.
Pagó y partió a su casa. Omari vivía en las afueres de la ciudad, pues le incomodaba estar rodeado por los hombres, además de que, para evitar el disgusto de los ciudadanos, el gobierno siempre ponía trabas a los medios elfos que quisieran adquirir propiedades en las zonas más pobladas, práctica no oficial, pero conocida y aceptada por todos. Su vivienda era modesta para alguien de sus ingresos; rechazado en el ejército por una descarada nota de "rendimiento insuficiente", decidió seguir el oficio de su padre y volverse orfebre, que a pesar de ser rechazado también por el gremio de orfebre, se hizo de cierta fama en la ciudad y ciudades aledañas, dado que la clase alta, ajena a los conflictos morales del pueblo, se veía algo atraída por su "exótica" naturaleza.
Por la calle se topó con un vagabundo andrajoso que pedía limosna. Se inclinó a darle una moneda y dejó ver sus orejas curveadas y puntiagudas.
-Ah, yo sabía que las mulas eran malas personas -dijo el vagabundo
Omari lo consideró inapropiado, aun así sonrió y siguió su camino. Sabía que los dioses que alentaban la caridad eran los mismos que lo consideraban a él una abominación, y creía siendo bondadoso los hacía enfadar. Pero esta era la menor de las ofensas que Omari había hecho a los dioses.
Un joven pastoreaba vacas cerca de su casa cuando Omari llegó, lo saludó a lo lejos y se quedó mirando por largo rato a un becerro que se amamantaba de su madre. Las nubes se estaban concentrando en el cielo y comenzaba a hacer viento. Entró a su casa, puso las cosas en su taller, en eso se acercó su esposa.
-Qué bueno que llegas, te necesito.
-¿Tanto me extrañas?
-Más bien hacen falta leños para preparar la cena.
-Ah, cierto, yo me encargo.
Salió a cortar unos maderos con el hacha. Si bien los hombres llamaban "mulas" a los medios elfos por considerarlos estériles, el mote también aplicaba para la condición y resistencia física que compartía con estas bestias, por lo que los trabajos manuales eran tarea fácil para Omari.
El viento arreció, Sadiki salió para ofrecerle a su esposo una capa.
-Hace frío, deberías cuidarte- le dijo la mujer al ofrecerle el abrigo.
-¿Cuidarme de qué?
-Te puedes... -Sadiki se detuvo, fue hasta entonces cuando se sintió ridícula al pensar que el frío podría enfermar a un medio elfo.
Omari se enterneció con su cándida preocupación. Le puso a ella la capa y la besó.
-Entra, en un momento iré yo.
Se quedó partiendo algo más de leña. Le gustaba estar a solas cuando trabajaba, aunque en secreto también se molestaba de saber que la mayoría de los orfebres tenían criados para encargarse de tareas serviles como esta, mientras que para él era prácticamente imposible encontrar servidumbre que quisiera estar a su servicio. Entró con los leños y comenzó a encender el fuego, ella terminaba de pelar algunas patatas.
-A veces se me olvida que no eres como yo -dijo ella.
-Soy como tú.
-Sí, pero... Con ciertas ventajas, ya sabes...
- La muerte tarda más en llegar por mí, eso es cierto.
-¿Y crees que valga la pena estar tanto tiempo en este mundo?
-Lo valdrá si estoy a tu lado.
Sadiki se sonrojó.
-No sé si pueda acompañarte tanto tiempo, pero sé que él sí.
Se llevó las manos a su vientre redondo, donde gestaba una nueva vida.
-Nuestro milagro -añadió.
-Nuestro hijo -replicó él.
Se sentaron a cenar juntos. A Omari no le gustaba hablar mientras comía, por lo que solía haber silencio en la mesa, mas nunca estaban callados, sostenían acaloradas conversación con sus miradas. Esta noche, él le decía cuánto le gustaban los ojos de ella, esos ojos azul profundo, aun cuando fueran algo relativamente común. Omari siempre había envidiado esas pupilas centelleantes, principalmente porque los ojos de los elfos y medios elfos tenían todos el mismo color amarillo verdoso que él aborrecía. Sadiki, mientras tanto, veía los ojos de su esposo, a ella le gustaba ese tono de amarillo, sin embargo, cuando pensaba en su hijo, esperaba con toda su alma que tuviera sus ojos azules.
Durante la próxima semana, Omari trabajó con esmero en una daga de plata con empuñadura de marfil tallado, encargo hecho por Abad, un comerciante de la ciudad que era su cliente frecuente y el único amigo al que tenía la confianza de recibir en su casa. Abad tenía pensado obsequiar la daga a su suegro, pues recientemente se había casado y es la costumbre el dar un regalo a los nuevos suegros.
Por las noches, soñaba con cómo sería su hijo, estaba confiado en que sería varón, pues así lo vaticinó esa a la que llamaban "bruja de la fertilidad", que vivía en una ciudad vecina, a quien acudían aquellos que no podían concebir. Tuvo que pagarle una pequeña fortuna por el hechizo, pues decía que Omari era "un caso especial", pero que tenía remedio.
La misma tarde que terminó su encargo fue cuando su esposa empezó con los dolores de parto, se fue corriendo a llamar a la comadrona, quien apresuradamente salió de su casa para asistir a Sadiki. El medio elfo, por muy ansioso que estaba, decidió esperar fuera de la habitación. Sintió una inmensa alegría cuando escuchó el llanto del niño, un varón, sin duda. La mujer entregó el niño a su madre, quien lo acarició y se estremeció al ver sus diminutos ojos castaños.
Salió la comadrona a dar la buena noticia.
-El parto no fue complicado, pero igual hay que dejarla descansar un rato.
-¿Y cómo está el niño?
-Nació sano y se ve que será grande como su padre.
Al decir esto, la comadrona vio los ojos amarillos de Omari y se fijó en sus orejas descubiertas.
-Un medio elfo -dijo en voz baja-. ¿Cómo es posible?
-¿Pasa algo?
-No se supone que tú puedas tener hijos -le dijo la mujer con los brazos cruzados.
-Con magia todo es posible -respondió Omari sonriendo.
-¿Magia? ¿Qué has hecho?
-Fui con la bruja de la fertilidad, es gracias a ella que estamos aquí ahora.
-Ah, ya entiendo. Sí sé de quién hablas. ¿Qué te dijo esa maldita bruja?
-Que tendría un hijo.
-¡Por todos los cielos! No te habrá dicho "tú esposa dará a luz a un varón", ¿o sí?
-Sí, y así fue.
-Pobre ingenuo -dijo la mujer volteando los ojos-. Tratas de engañar a la naturaleza y terminas engañado tú. Los medios elfos no pueden tener hijos, por tu bien, nunca lo olvides.
-¿De qué habla?
-Mucha suerte -se despidió la comadrona sin esperar ningún pago.
El medio elfo entró a la habitación, miró a su mujer agotada y al niño que tenía en sus brazos, un niño perfectamente normal, con orejas redondas como cualquier otro. Sadiki no dejaba de ver a Omari, que estaba de pie al lado de la cama mirando en silencio al niño. Una tormenta de confusión y cólera se cernía en su cabeza. Tomó al niño de los brazos temblorosos de su esposa.
-Omari... -dijo Sadiki en un llanto ahogado.
Este se llevó al niño a su taller. "Esa maldita bruja me engañó", pensaba. De un cajón con cerradura sacó la bruñida daga de marfil tallado. Levantó el arma sobre el niño. La luz de la luna entraba ya por la ventana y se reflejaba en la hoja de plata. Una vez más repitió para sí las palabras que siempre había escuchado:
"Los medios elfos no pueden tener hijos"
"Son como mulas"
Bruscamente clavó la daga en la mesa de madera.
"Eso no quiere decir que no pueda ser un padre", pensó.
-Eso no sería justo para ti -le dijo al infante.
-Pero la justicia llegará -añadió.
Regresó a su habitación. Sadiki, débil y con lágrimas en las mejillas, miró en el umbral la silueta de su esposo, con el niño en un brazo y la daga en el otro.
-Omari, -decía sollozando- ¿qué haces con esa daga?
Puso al niño en una cuna que días atrás había comprado y se acercó al lecho conyugal, cuchillo en mano.
-Nuestro hijo necesita una madre.
-Yo crecí solo con mi padre y viví feliz... -dijo empuñando con fuerza el arma- Pero eso no sería justo para él.
Sadiki rompió en llanto.
-Tienes que decirme quién lo hizo.
Ella balbuceó un nombre ininteligible. Él se levantó de la cama, se acercó al niño y miró sus brillantes ojos castaños. Su mente se aclaró. Era obvio, no podía ser nadie más.
Llegó a casa de Abad ya entrada la noche. Abad le abrió la puerta vestido en sus prendas de dormir.
-Omari, ¿qué te trae por aquí a esta hora? No fuiste a mi boda -le reprochó risueño.
-Te aseguro que no faltaré a tu funeral.
Empujó a su anfitrión a través de la puerta. De un golpe lo puso en el suelo y saltó sobre él.
-¡Confiesa! -le gruñó Omari entre dientes.
Consciente de que no se juega con el hombre que te tiene un arma al cuello, Abad no rodeó el asunto.
-¡Está bien, lo hice!
-¿Tienes unas últimas palabras?
-¡Espera! Puedo explicarlo, o mejor dicho, ¡no puedo explicarlo! Ocurrió una noche que tú habías salido de la ciudad por materiales. Fue inevitable, algo se apoderó de nosotros, algo que no puedo describir.
-¡Yo sí, se llama traición!
-¡Omari, razona! Puedo confesarlo en la corte. Tendrás un divorcio y te indemnizaré lo que sea justo.
-Esa no es la justicia que yo busco.
Presionó la cuchilla contra la garganta de Abad. Un hilo de sangre corría por su piel cuando Omari se detuvo.
-No, esto tampoco es justicia -dijo en voz baja-. Tú no has matado a nadie, sino todo lo contrario.
De un golpe noqueó al hombre. Justo en ese momento, su esposa, despierta por el alboroto, bajaba las escaleras a ver qué ocurría. Omari la interceptó en la obscuridad.
-¿Quién eres tú? -le preguntó.
No respondió. La tomó del talle y se la llevó a la alcoba. Ella lo golpeaba e intentaba zafarse. La arrojó a la cama. Gritaba mientras Omari le rasgaba furiosamente el vestido, dejando al descubierto sus pechos suaves. Le levantó la falda y se le puso encima. Se detuvo un instante, al darse cuenta de lo vano que era su intento de venganza, una angustia al mismo tiempo acrecentaba su ira. Fue ahí cuando pudo ver la expresión de horror de su víctima y las lágrimas saliendo de sus ojos amarillentos, gracias a la única vela que estaba encendida. Se fijó en sus orejas y notó que ella también era una media elfa.

Anhelo Medio VanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora