Guardianes De La Noche - Lukyanenko Sergei

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Prólogo

La escalera mecánica subía despacio, como renuente. No podía esperarse otra cosa, tratándose de una estación tan antigua. El viento, en cambio, soplaba a su antojo por el túnel de hormigón y le despeinaba el cabello, le tiraba de la capucha, se le enredaba con la bufanda, le empujaba hacia abajo.

El viento no quería que Iegor llegase arriba.

Le pedía que volviera abajo.

Sorprendía ver que nadie alrededor de él parecía reparar en el viento. Apenas había gente. Pronto sería medianoche y la es­tación se había ido vaciando. Unas pocas personas bajaban al encuentro de Iegor por la escalera paralela, y en la suya solo subía alguien más delante y dos o tres personas detrás. Eso era todo.

Y además, claro, el viento.

Iegor se metió las manos en los bolsillos y se volvió. Desde que había salido del vagón, hacía ya unos dos minutos, sentía sobre él una mirada extraña. No percibía que se tratara de algo a lo que debiera temer, sino más bien la sensación de un encan­tamiento, de algo punzante como una inyección.

Abajo de la escalera mecánica había un hombre alto que vestía uniforme. No era un policía, sino un militar. Más allá alcanzó a ver a una mujer con un niño soñoliento colgado de la mano. Había además un segundo hombre, joven, conectado a un discman y que llevaba una chaqueta de un naranja fosfores­cente. También él parecía andar medio dormido.

Nada había que despertara sospechas. Ni siquiera para un niño que regresaba demasiado tarde a casa. Iegor volvió a mirar hacia arriba, en dirección a un policía que, acodado sobre los lustrosos pasamanos, paseaba con desgana la vista por los pasa­jeros, como buscando alguna presa fácil.

No había motivos para tener miedo.

El viento empujó a Iegor hacia abajo por última vez y se aplacó, como si hubiese comprendido que toda lucha era inútil y lo aceptara. El niño miró de nuevo hacia atrás y echó a correr por los escalones que ya comenzaban a encajar unos con otros bajo sus pies. Tenía que darse prisa. No sabía exactamente por qué, pero sabía que era necesario. Sintió otra punzada, absurda e intimidatoria, y un escalofrío le recorrió la espalda.

Sería el viento.

Iegor salió a toda prisa por las puertas entreabiertas y el frío se abatió sobre él con renovadas fuerzas. Sus cabellos, todavía húmedos del agua de la piscina —el secador estaba roto otra vez—, se congelaron al instante. Se echó la capucha hacia de­lante, dejó atrás la hilera de quioscos y se hundió en el paso subterráneo. En la calle había mucha más gente, pero la sensa­ción de alarma no lo abandonó. Llegó incluso a volverse, sin demorar el paso; nadie lo seguía. La mujer con el niño soño­liento se encaminaba hacia la parada del tranvía, el hombre del discman se detuvo frente a un quiosco y se puso a estudiar las botellas de licor, el militar ni siquiera había salido del metro to­davía.

El niño se encaminó por el paso subterráneo acelerando cada vez más la marcha. De lejos le llegaba una música muy te­nue, apenas audible, pero sorprendentemente agradable. El suave sonido de una flauta, arpegios de guitarra, el tamborileo de un xilófono. La música lo llamaba, lo instigaba a darse prisa. Iegor se deshizo de la muchedumbre apresurada que venía a su encuentro y superó a un alegre borrachín que iba dando tum­bos, a punto de caerse. Sus sentidos se habían abotargado. Casi corría.

La música lo llamaba.

Ya comenzaba a discernir la presencia de ciertas palabras en la melodía, aunque todavía no era capaz de descifrarlas. Se oían muy bajo... y eran muy seductoras. Iegor emergió del paso subterráneo a toda prisa y se detuvo un instante para llenarse los pulmones de aire frío. En ese momento llegaba a la parada un tranvía. Podía tomarlo, viajar hasta la siguiente y bajar a apenas unos pasos de su casa...

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