Desde aquella tarde en la que escuché esos aviones sobrevolar el mar, supe que este día llegaría.
Soy Cristian Calderón, el único habitante de una pequeña isla del austral mar argentino. Mi vida se pasaba viendo el mar, escuchando las olas romper en los acantilados, mojando mi piel en la lluvia y bronceando mi muñeca a través de la ventana mientras sujetaba mi pincel. Y desde luego me aseguraba que la luz del faro se mantenga siempre encendida.
Sus buques eran grandes máquinas humeantes que perturbaban a mi hermoso azul sin fin, y sus aviones sobrevolaban todo lo ancho del cielo nublado de esos días. Me vieron. Ese fue mi fin y el de mi isla.
Corrí a mi cabaña, tomé mis dibujos, acuarelas y pinceles. Por suerte ya había llevado las provisiones a la cueva del acantilado, así que lo único que tenía que hacer era esconderme.
Un gran estallido sacudió la tierra y alteró el incesante latido del mar, destruyó mi cabaña, faro y paz. El llanto brotó de mí como la ineficaz defensa ante la terrible impotencia y monstruoso dolor que me atormentaba, ya no me quedaba nada de mi apacible vida. Tenía ganas de sumergirme en el gélido abrazo del infinito azul y dejar que las lágrimas se mezclaran en él para que mi dolor pareciera más pequeño. Pero en ese momento hubiera sido un suicidio porque me delataría, así que por lo único que tenía que preocuparme era de mantenerme escondido y asegurarme que no encontraran mis dibujos.
El tiempo pasó, me quedé inmerso en la oscuridad hasta que el sueño me invadió. Yo corría junto con la brisa sobre la hierba verde hacia una playa de pedregullo negro que se veía a lo lejos. Iba empujado por una fuerza que aumentaba la velocidad de mi carrera, y el viento empezó a envolverme y ser mi sustento alejándome del suelo cada vez más. El vértigo sacudía mi estómago, pero el sol sobre las nubes tormentosas me reconfortaba.
Seguía subiendo cada vez más, y lo único que veía en todas las direcciones era el extenso y azul mar, pero la fuerza que me abducía no daba señales de amenguar. Pero de repente el mar se abalanzó sobre mí y no parecía que me fuera a recibir muy amablemente, como era su costumbre, sino que parecía un terrible monstruo que me iba a acoger con las fauces de la muerte bien abiertas. Seguía precipitándome en picada y cuando estaba a punto de estrellarme sobre la superficie del agua, un remolino abrió un embudo que se hincaba hacia las profundidades marinas.
El paisaje ya no era el de siempre, sino que en vez de gaviotas me rodeaban cardúmenes de peces y en vez de nubes se veían ballenas que se iluminaban intermitentemente por los relámpagos de la superficie. El lecho marino me recibió con una caricia helada propia del mármol verdinegro que formaba el mosaico de un piso propio de un emperador de tiempos olvidados.
Trompetas tronaban con sonidos amarillos, chillones y junto a un nervioso aroma a palo santo incinerado, aturdían mis sentidos ya atormentados por la caída. Mis ojos encandilados y desacostumbrados a la poca luz percibían tenues sombras púrpuras y brillantes vapores dorados que me rodeaban. Una mano, o algo muy parecido se apoyó en mi hombro derecho, una voz que me envolvía y a la vez sonaba en mi interior decía
— Linkoyan Huapi, toma te estábamos esperando.
Me acercaron una bebida con un fuerte olor a alcohol, la sed era arrasadora y bebí sin preguntar qué era. Tenía un sabor agridulce y un poco picante, no era de mi mayor agrado pero por la sed bebí con avidez. En el último sorbo antes de terminar de vaciar el recipiente, comencé a ver destellos rosados, rojos y amarillos por todos lados, mis oídos se sentían presionados y escuchaba como si los tuviera tapados. La fuerza se me iba de las extremidades, el suelo me recibía nuevamente con su caricia fría y me despidió la oscuridad.
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Ellos me Vieron
General FictionAquí el tiempo y los espíritus de tiempos antiguos se abrazan en una mezcla de emociones que doblan la realidad a un gusto caprichoso y distorsionado. El personaje, Cristian Calderón, tiene que descubrir su propósito en estas tierras emergidas de la...