Turquesa

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El mar se escuchaba muy calmado ese día, mis ojos seguían cerrados, tal vez porque la cama estaba más cómoda que de costumbre y un dulce aroma a menta recién cortada flotaba lentamente en el aire. Estrié la mano para alcanzar mis anteojos, pero ésta cayó al vacío. Algo estaba mal. Abrí los ojos rápidamente y me encontré en una habitación extraña, cubierta desde el piso al techo con ese mismo mármol verdinegro del otro día, tenía grandes ventanales rectangulares de cristal multicolor por los cuales se colaba serpenteando una luz crepuscular, como si ésta se estuviese reflejando sobre la superficie del agua. Colgado en la pared había un estandarte, tejido de manera tradicional con unos dibujos muy peculiares. En el centro había un rombo plateado al cual circundaban dos serpientes de oro y bronce.

Estaba mareado y con temor, no sabía dónde estaba ni quien me había llevado ahí. No encontraba mis dibujos — ¿Dónde están? ¿Qué hicieron con ellos? — eran algunas de las preguntas que me hacía al mismo tiempo que me levantaba de la cama y el suelo me reclamaba con vehemencia que lo besara nuevamente, no tenía fuerzas y el espacio giraba como un remolino a mi alrededor, me comenzaba a faltar el aire y mis oídos volvían a sentirse tapados. Sabía que me iba a volver a desmayar, pensaba que me habían vuelto a drogar.

Escuché como un castañeo frenético de piezas de madera ahuecada se acercaba rápidamente hacia mí y la voz de una mujer en mi cabeza me decía que bebiera y que así mi alma no intentaría escapara de mi cuerpo de nuevo, al mismo tiempo una mano que irradiaba una luz cálida y dorada me acercaba un recipiente del mismo líquido que intenté beber antes de desmayarme la otra vez. Por supuesto que entré en estado de alerta, no quería que me vuelvan a drogar, debía encontrar mis dibujos. Seguramente todos mis pensamientos se notaron en mi cara porque la misma voz casi como una caricia materna me decía que no era intención de ellos hacerme ningún mal, que lo que me ofrecía era una bebida llamada Muday y era lo único que ayudaría a mi alma a permanecer en ese mundo.

— ¿En ese mundo? ¿Dónde estoy? — eran algunas de las preguntas que le hacía a mi carcelera mientras me acercaba con insistencia maternal el Muday a mi boca, su olor me desagradaba pero me obligó a beberlo. Explosiones plateadas y turquesas me sacudieron la cabeza, y a la vez era como si una mano se metiera por mi boca hasta mi pecho hurgando algo en mi interior. Una oleada de imágenes me apabullaba, primero un inmenso mar turquesa surcado por tres navíos en cuya viga mayor ondeaba una bandera blanca sobre la cual relucía una cruz roja espigada luego unas pirámides escalonadas en medio de la selva me asombraron por sus resplandeciente blancura y laboriosas pinturas, las personas que allí vivían me recibían con una reverencia al verme pasar por encima de ellos. No llegué a hacer más de cinco pasos y fui arrojado a la cima de una montaña sobre la cual antiguos arquitectos edificaron una ciudad cubierta de oro y plata, sus habitantes eran diferentes a los de las pirámides, vestían ropas más abrigadas y menos lujos pero también se inclinaban en cierta gracia de respeto hacia mí. Una vez más fui arrastrado desde el vientre hacia el interior de un amplio salón sostenido por altas columnas de las cuales colgaban blancas y translúcidas cortinas. El aire comenzó a vibrar, y el sulfurado olor a mar me volvió a acariciar la piel, sabía que la fuerza que me transportaba de un lugar a otro iba a volver a abducirme, pero esta vez a un lugar muy familiar.

Una isla acariciada por neblinas tan viejas como el mundo y cubierta por nieves impiadosas, me recibía conquistando el horizonte. Era el lugar donde todas las cordilleras del mundo se reunían, toda la vibrante energía del mundo se conectaba en ese lugar. En el punto exacto donde la misma era más fuerte había un frondoso roble blanco, su copa era casi tan grande como una de las ballenas que se acercaban a mi isla. Sus raíces se extendían por todo el mundo y de sus ramas emanaba lentamente luces turquesas y a su alrededor la nieve no enfriaba la tierra.

— Lincoyan Huapi, mary mary peñi. Nos alegra recibirte nuevamente bajo el techo del cielo. Ya han pasado muchas lunas azules desde la última, seguramente no recuerdas demasiado. Nosotros somos los ancestros del tiempo, somos las raíces mismas de toda la humanidad, somos los padres de muchos imperios que han perecido ya hace muchos años y otros se han mantenido pero lamentablemente destinados a perecer por haberse olvidado de nosotros — Me decía con voz ceremonial un anciano de largos y grises cabellos. Vestido con ropas de lana y una cinta que le atravesaba orgullosamente la frente.

Nos encontrábamos en una sala circular del mismo mármol, el suelo era translúcido y se podían ver constelaciones y planetas que iban a armónicamente a la deriva bajo nuestros pies. La habitación se encontraba llena de personas de rasgos muy amables, sus pieles al igual que la mujer que estaba conmigo en la habitación, emanaba luces doradas. Todos me parecían rostros familiares, tenía esa incómoda sensación de cuando la otra persona te recuerda y tú no tienes idea de quién es, así que saludé por cortesía y con cierto temor.

El anciano volvió a hablar ante todos, y dirigiéndose personalmente a mí.

— Aquí todas tus dudas serán saciadas, tus dibujos están a salvo y son nuestro tesoro más invaluable. El alma del Lincoyan Huapi ha vuelto a casa, el equilibrio será restaurado y la humanidad renacerá de las cenizas una vez más.

Ellos me VieronWhere stories live. Discover now