ESE MALDITO GANCHO AL HÍGADO...

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«El Tiempo, al igual que la posibilidad de muerte, es el adversario invencible del cual los boxeadores —y el árbitro, los ayudantes, los espectadores— son profundamente conscientes».

Del boxeo – Joyce Carol Oates

—Levántate, Víctor. Es la hora.

Víctor «el Caimán» Rivera abrió los ojos, estos brillaron llenos de determinación. La adrenalina se disparó a causa de la inminente batalla que estaba a punto de producirse. Su corazón se aceleró revelando una increíble salud de hierro y una voluntad indiscutible. Se levantó de la camilla en la que hacía unos instantes masajearon sus poderosos músculos y se giró en dirección a su interlocutor. Su mandíbula se tensó cuadrada, dispuesta a recibir todo el castigo que fuera necesario para alcanzar su objetivo. Sí, estaba listo. Preparado.

Había llegado el momento.

—La hora...

El hombre que lo asistía sonrió ante la afirmación que acaba de repetir su pupilo. Sus facciones enjutas y arrugadas, y su constitución baja a la vez que algo encorvada, podría engañar a cualquier neófito del deporte, pero el boxeador aprendió a través de su experiencia que, quien en su día fuera el mejor amigo de su fallecido padre, sin duda se había ganado su lugar como uno de los grandes entrenadores del mundillo de los guantes.

—Sí, m'hijo. Es la hora: las 23:00 del 2 de mayo. El día en que por fin ganarás los cinturones.

—¿Cómo me ve, Sr. Brandao?

Contempló a su protegido como si de una obra de arte se tratara. Se lleno de gozo ante lo que acababa de esculpir, orgulloso de todo lo que había conseguido forjar con tanto tiempo y esfuerzo.

—Eres la viva imagen de la victoria: tienes el cuerpo de un guerrero azteca, la fuerza de un toro salvaje y la tenacidad del mismísimo Simón Bolivar. Dime, ¿cómo te sientes?

El boxeador frunció el entrecejo, apretó los dientes.

—Estoy arrecho. Muy arrecho.

—Bien, entonces no le hagamos esperar. La cabeza bien alta, m'hijo. ¡Quiero ver el miedo reflejado en los ojos de ese maricón! ¡Demuéstrale con tu aguante porque te llaman «El Dique del Zulia»!

Víctor expulsó el aire de sus pulmones tal como lo habría hecho un búfalo. Se levantó de la camilla, recogió su bata, se la puso y enfiló en dirección a la salida.

En su mente, no había otra cosa más que un mismo nombre: Roger Jackson. El actual campeón de los pesos medios. Aquel que había acumulado tres cinturones en base a seleccionar a todos sus oponentes y a imponer las condiciones de las peleas. Un púgil con un talento innato para la lucha, aunque por desgracia, castrado por una actitud conservadora y sobresegura en el ring. Su estilo era indiscutiblemente técnico, muy defensivo y reservado. Tenía la capacidad de eludir a sus adversarios, desgastarlos físicamente y frustrarlos de forma psicológica. Un estilo que evidenciaba sus increíbles reflejos y resaltaba una capacidad muy por encima de la media que, no obstante, daba lugar a un espectáculo muy aburrido para el público y bastante lamentable.

Era como si Muhammad Ali, a sabiendas de su increíble velocidad y reflejos, en lugar de pelear de frente contra la crème de la crème de su época, hubiera aprovechado para lograr imponerse por puntos corriendo alrededor del escenario, y evitando así convertirse en la leyenda que era. A diferencia de Ali, a pesar de que Roger tenía la suerte haber ganado unas dotes semejantes, no poseía el corazón de un auténtico boxeador. En otra época una persona así jamás podría haberse convertido en campeón, pero al haberse ampliado el número de organismos y asociaciones dedicadas al boxeo, se le había facilitado la labor de ganar los títulos luchando contra simples fiambres, novatos y grandes veteranos que estaban lejos de su mejor condición, evitando de esta forma arriesgar más de la cuenta y llevándolo a conseguir sus metas con relativa facilidad. Un tipo como él no merecía tener aquellos cinturones, pues vivía siempre por y para el dinero —no en balde, se le conocía con el sobrenombre de «Dólar Man» o «El Rey de N.Y.»— y jamás en toda su vida se había jugado nada.

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