Podría jurar que está siendo una de las semanas más terribles de mi vida y, además, el clima lluvioso no está ayudando con nada, las temperaturas han ido bajando cada vez más y con ello mi buen estado de ánimo.
No puedo parar de pensar en el incidente ocurrido con el señor Wellesley y cada vez que pienso en sus aquerosas manos rozando mi piel un escalofrío me recorre de pies a cabeza, causándome una sensación de impureza. El simple pensamiento de que le volveré a ver me quita las ganas de dormir por las noches, llegando de tal manera al último día laboral de la semana: viernes.
Decir que mi aspecto es aceptable sería decir mucho, e incluso sería mentir: las ojeras han hecho su presencia desde que mi sueño es imposible de conciliar y mis ganas de enseñar y soportar a los niños gamberros de siempre son nulas. Pero, a pesar de las circunstancias, me las apaño para terminar un día más que parece ir en contra de mi voluntad, dándome la sensación de que las agujas del reloj se niegan a moverse.
En cuanto sé que, ya por fin, las clases han finalizado, me apresuro para recoger mis cosas e irme lo antes posible, de tal manera que no se dé la posibilidad de encontrarme con Gerard. Decido ir andando hasta casa, ya que la lluvia ha cesado durante un momento, pero al poco tiempo me arrepiento cuando, nuevamente, comienza a llover de manera caudalosa. Comienzo a correr y en uno de mis despistes la tela del vestido se enreda entre mis piernas, haciéndome caer al agua empapando todo lo que quedaba seco del vestido —si es que quedaba algo. Además, el maletín se ha abierto y veo cómo las hojas se tiñen del negro de la tinta en cuanto tiene el mínimo contacto con el agua.
Maldiciendo, me levanto del suelo, recojo los papeles ya empapados y, una vez controlados mínimamente, continuo mi camino, ésta vez con más precaución. Entro sigilosamente en la casa, ya que no quiero siquiera que Dorotea me hable, y me acerco a las escaleras con clara intención de subir a mi habitación y cambiarme de telas. Sin embargo, una voz se hace reconocible para mis oídos y ceso mi ascenso para escuchar con atención sus palabras.
Lo primero que escucho son las risas de ambos y luego, en cuanto estas cesan, puedo notar que el ambiente a cambiado a uno serio.
—Vea usted señor Warren, quisiera comentarle un aspecto muy importante que tiene relación con su hija.
—¿Mi hija? —cuestiona sorprendido mi padre. Mi cuerpo se tensa sin remedio al oírles—. ¿Acaso ha hecho algo no digno de su persona?
—No —niega inmediatamente Gerard—. No malinterprete de tal manera mis palabras, su hija podría considerarse un ángel caído del cielo —me halaga y puedo sentir la sonrisa de mi padre—. Es un tema algo más delicado, perdone mi estado de nerviosismo —se excusa este ante el tono dubitativo con el que acaba de hablar—. Verá usted, su hija me tiene más que fascinado con su belleza, su encanto, su intelecto y su manera de actuar... La ha educado bien —remarca—. Lo que le quiero decir es que, si usted está de acuerdo, me gustaría pedirle la mano mañana, en la fiesta que mi familia celebrará en honor a mi hermana Emma y el señor Lawrence.
La sangre se me hiela al momento y cuando el señor Clarendon entra en casa gritando por mi padre, me asusto y siento las piernas fallarme y me obligo a sentar en las escaleras, mareada.
Al verme tan débil Clarendon se acerca a mi preocupado a la vez que mi padre y Gerard salen a su encuentro, pero al verme en el suelo, con la cabeza entre las rodillas, ambos se alarman.
—¡Dorothea! —oigo chillar a mi padre en medio de la cacofonía de voces que me sorprende de un momento a otro—. Traiga de inmediato una toalla mojada y súbala a la habitación de mi hija.
Gerard me toma en sus brazos y, aunque no me agrada la idea, me siento demasiado débil como para hacer algo al respecto. Sube las escaleras y entra en mi habitación bajo las directrices de mi padre. La cabeza me da vueltas y cuando Gerard me tumba en la cama el techo comienza a girar frente a mis ojos. Soy medianamente consciente de las voces preocupadas que resuenan junto a mi, pero no consigo concentrarme en ellas.
Estoy empapada y comienzo a temblar del frío. De un momento a otro Dorothea entra.
—Señor —le habla a Gerard—. Me gustaría ayudar a la señorita a cambiar sus telas, ¿podría salir un momento por favor?
Gerard asiente y besa mi mano sin pudor antes de salir por la puerta. Ni mi padre dice nada ante su actitud ni yo soy capaz de reunir las fuerzas suficientes para protestar. Mi padre también sale de la habitación, dejándome al cuidado de Dorothea, quien no pierde un solo instante y me ayuda a deshacerme de la ropa mojada.
Una vez entrado en calor, cambiada y con una taza de té en la mano, Dorothea se dispone a llamar a mi padre, pero se lo impido.
—No por favor —ruego aún algo abrumada. La cabeza sigue dándome vueltas—. Necesito más tiempo sola, o al menos solo con usted.
—¿Sabe a qué se ha debido ésta repentina debilidad? —pregunta curiosa, intentando sacarme información a la vez que se sienta en un borde de la cama cerca de mi.
—¡Ay! Si usted supiera... —digo intentando ver el fondo de la taza a través del líquido amarillento. La taza me quema las manos, pero no me atrevo a soltarla—. Es este Gerard, le he oído hablar con padre, algo de pedirme la mano.
Veo la alegría en la cara de Dorothea al momento. Yo no puedo compartir su ilusión por la noticia. De echo, desearía que todo fuese una vil pesadilla.
—¿Y qué hay de malo en eso mi señora?
—Todo, todo en ello es malo, ¿acaso no cree usted que si me hubiera querido casar, ya lo habría hecho? Además, no con un hombre como él, me repugna —compongo una mueca de asco y levanto las rodillas por debajo de la colcha.
—Pero señorita, no sabe usted lo apreciado que es entre las demás mujeres, muchas matarían por conseguir casarse con el.
—Claro que si —coincido, sarcástica —, aquellas que no se aprecian. Y bien sabe usted que se casarían con su dinero y propiedades y no con el señor Gerard. —La miro a la cara y veo cómo, a regañadientes, asiente, dándome la razón—. Anda, dígale a padre que ya estoy bien y tranquilícele. Dígale también que ha sido por mi infeliz idea de venir andando a casa con el frío que hace fuera y que el calor de casa me ha abrumado.
Siento la mirada dudosa de Dorothea analizando mi expresión, intentando averiguar algo más; pero me niego a mirarla y dirijo los ojos hacia la ventana, donde la lluvia arremete con fuerza, otra vez. Escucho el roce de las sábanas cuando se levanta y bebo un poco de té para calmarme. La bebida me quema la lengua, pero sigo temblando.
—¿Necesita algo más? —pregunta una vez ha llegado al lado de la puerta, con la mano en el pomo, lista para salir.
—Que no me moleste nadie, intentaré conciliar el sueño y así no pensar en lo ocurrido —contesto al instante. Necesito estar sola.
Dorothea sale y una vez que cierra la puerta suspiro. ¿Qué he hecho para merecer esto?
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Manchas de rojo en blanco
Historical FictionUna pureza marchita. Un culpable inocente. Una protección asfixiante. Un orgullo ambicioso. Una muerte enmascarada. Una sexta víctima. Cinco vidas, un enlace a mitad de camino.