la figura

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Cuando algo nos impacta, aunque luego la experiencia se vuelva repetitiva, suele quedarse en la mente esa primera vez. Yo sinceramente no la recuerdo, ni siquiera la época en que apareció. Puedo suponer que  sería entre mis trece y catorce años, posiblemente desencadenado por una muy mala experiencia que no viene al caso.

Lo que se metió en mi vida fue un… un ‘algo’. ¿Cómo describirlo? Tenía forma, pero no consistencia; tenía presencia, pero no situación espacial. Su apariencia era borrosa, pero se distinguía como si un hombre alto y corpulento llevara una capa negra que lo cubriese entero, dejando sólo definida la cabeza y el cuello. Sin rostro, cabello o ropa. Una sombra.

Hacía acto de presencia de tres formas. La primera, que fue única durante un tiempo, era aparecer en reflejos: en el grifo, un cristal, un vaso… Nunca en un espejo directamente, siempre en algo que no lo exhibiese con definición. Muchas veces que pensaba haberlo visto, apartaba el terror a un lado para pensar con lógica: tal vez sólo era el reflejo de una botella cercana, o de una chaqueta colgada. A veces era así: sólo tenía que encontrar el foco y retirarlo. Pero a veces no había nada racional que lo explicara…

Su segunda táctica apareció más tarde, llenándome de terror. Consiguió salir de los reflejos. Lo veía en habitaciones oscuras, donde se distinguían objetos y muebles entre la negrura… Y una zona más oscura y opaca, con esa forma. Cuidadosamente metía la mano en la habitación para encender la luz, y ahí no había nada. Apagaba, y ya había desaparecido.

La tercera, directamente en la luz. Caminaba por la calle, y en el hueco de un portal lo veía de reojo al pasar. Me detenía, a la vez que mi corazón, para dar la vuelta y mirar… Y no había nada. Así en toda clase de situaciones: lo veía de reojo, y al mirar directamente, ya había desaparecido. Imagino que era su forma de que no pudiera verlo bien.

Y así, durante años, me estuvo acechando.

Ya que os explico mi situación, haré mención de algunas visiones que sí se me han grabado en la mente.  Hubo una vez que me encontraba en un vestuario, yo sola. Había un grifo en una esquina de la habitación, en el que, al acudir,  vi esa figura. Detrás mío. Pegado a mi espalda. Me giré rápidamente, pero no vi nada. Volví a observar el grifo, y ahí seguía. Con lágrimas en los ojos intenté buscarle explicación, pero detrás no había nada, sólo la pared desnuda, en la realidad, y la figura, en el reflejo. Salí a toda prisa, y tardé mucho tiempo en volver a entrar sin miedo en ese vestuario.

Otro día, yendo a la cocina lo vi. En mi casa, el pasillo a la cocina es el mismo que da a la puerta. Estaba a oscuras, pero se distinguía bien el marco de la puerta, y a través de la mirilla se veía la luz de la escalera del edificio. Y ahí estaba la figura, en el lado izquierdo de la puerta. Me quedé paralizada, mirándolo directamente pero sin poder enfocar la visión por la oscuridad. Comenzó a moverse, como si flotara, lentamente hacia la derecha. Así pude comprobar que su cuerpo era compacto: cuando su cabeza pasó por delante de la mirilla, ésta se fue ocultando como si de un eclipse se tratara. Pasé el resto del día con todas las luces de casa encendidas.

Todo esto tardé mucho en confiárselo a alguien, siendo el primero mi mejor amigo de aquel momento. Cuando entraba en pánico, sólo tenía que llamarle y él sabía perfectamente qué decirme para que me calmara. Me iba al balcón, a la luz, sin despegar el teléfono de mi oído durante horas, hasta que me tranquilizaba y podía entrar de nuevo a la casa. 

Pero las amistades y romances en la adolescencia son fugaces, y llegó un momento en que mi amigo no estaba pero tenía un novio en quien confiar. Pero con éste no fue lo mismo. Aunque se lo conté con los mismos detalles, incluso más, pues con el tiempo mis historias aumentaban, no me creía. Y por tanto, tampoco me tranquilizaba. Un día, harta de recibir sonrisillas en vez de consuelo, caminé por la casa a gritos:

“¡Sal de una vez!”.

“¿No te gusta aterrorizarme? ¡Pues aparece y mátame del miedo!”.

“¡¡Ven a por mí!!”.

Caminé habitación por habitación, con las luces apagadas, retándolo. Hasta que en el lavabo, a menos de dos metros de mí, apareció. Con ese aura amenazante que siempre lo acompañaba. Petrificada, dejé de  gritar. Paso a paso fui retrocediendo, murmurando ” lo siento…”, al borde de las lágrimas e incapaz de respirar. Me encerré en el balcón, llamé a mi pareja y se lo expliqué. No recibí más que incredulidad y alguna burla…

Todo esto ha repercutido en mi vida, de forma leve pero metódica. De noche, sobretodo si estoy sola, enciendo las luces como si fuera una niña con miedo a la oscuridad. En mi habitación no tengo ningún espejo ni superficie reflectante. Cuando voy caminando, siempre que paso al lado de una puerta, un callejón o un escaparate, miro directamente para no llevarme sorpresas por el rabillo del ojo. Incluso se me ha generalizado la parálisis por miedo, así que cuando me asusto, enmudezco, sea cual sea el origen.

Supongo que por todo esto, poco a poco esta situación ha cambiado. A lo largo del tiempo habían menos apariciones, y la verdad es que llevo meses, puede que más de un año, sin ver la figura.

Ahora que ya me había acostumbrado, aunque el miedo persistiese, me siento liberada pero vacía. Antes tenía una preocupación cuando me encontraba sola, y hoy en día siento nostalgia de mi acosador y compañero sobrenatural. Esas experiencias tenían algo bueno, y es que por unas horas olvidaba los problemas humanos para centrarme en algo muy diferente. Para pensar en esa sombra difusa. Para pensar en la Figura.

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⏰ Última actualización: Sep 06, 2016 ⏰

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