Cierra La Puerta

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Ocurrió de nuevo en el pasillo, en el cuarto de baño.
Tranquilamente, sin previo aviso, doblando la punta de la hoja para no perder el hilo de la trama, dejé el libro sobre la mesa y, metiendo los pies en las chinelas, me levanté sobresaltado. Supe que había ocurrido de nuevo, mi corazón me lo advirtió. No podría decir con exactitud cuántas veces se lo advertí a Isabel, pero al fin y al cabo no era su culpa, no podría serlo.
Caminé lentamente mientras las chinelas producían el sonido de arrastre que hace uno al caminar despacio. La vela producía sus típicas sombras en la oscuridad. Llegué al pasillo y levanté la vela en alto. En efecto, Isabel lo había olvidado de nuevo. Me acerqué despacio, a cada paso el corazón me latía más deprisa. Sujeté el pomo de la puerta entreabierta, la abrí y eché una ojeada dentro. Al advertir todo en completa calma, cerré la puerta cuidadosamente. Volví casi corriendo en busca del libro y me encerré en la pieza junto a Isabel, quien a esa hora se encontraba entre las frazadas.
-Volviste a hacerlo de nuevo -Le dije.
-Oh, perdóname. No me di cuenta.
-Está bien. No es nada.
-Soy una descuidada... ¿Fue en el baño verdad?
-Si. Ya la cerré.
-Trataré de no olvidarlo la próxima vez.
-De acuerdo.
Cada vez que ocurría para esa hora, no me daban muchas ganas de charlar en la cama. Le di un beso y, soplando la luz del candelabro, me acurruqué y me zambullí en mi mar de pensamientos, esperando no tener ningún mal sueño esa noche.

Por las mañanas, después del desayuno, apenas después del alba, siempre me agradaba pasar un tiempo con Isabel ayudándola en algunas labores de la casa antes de partir al campo. Hablábamos de casi todo: las labores de casa, la economía familiar, mi trabajo como jefe de estancia. Pero lo que más nos gustaba era el arte, sobre todo la música y la pintura. Es verdad que no teníamos mucho dinero, pero hace un par de años, cuando tuvimos buena cosecha, pudimos propiciarnos de algunas piezas de pinturas y mandarnos a hacer retratos propios. Pero lo que más nos emocionaba, era poder tocar sonatas de Mozart en el nuevo piano que teníamos en la sala común.
Isabel sí que sabía sacarle provecho al nuevo instrumento. Ella había estudiado música con un profesor particular cuando joven, y de vez en cuando me enseñaba alguna que otra bonita melodía. Yo me deleitaba escuchándola tocar todo el día del sábado.
Pero en fin, esto no es más que un simple intervalo, algo simple que hacen todos los escritores y narradores de historias, una forma de conocimiento de los personajes, de su papel o no papel en la trama. De esto ya no hace falta hablar más ¿Verdad? Espero que no, no quisiera comprometer al lector a tener que atar cabos innecesariamente.

Era algo que molestaba a muchos cuando debíamos asistir a alguna fiesta familiar o a algún evento social. Era ridículo estar parado o sentado cerca de las puertas, cerrándolas porque algún tonto descuidado había olvidado hacerlo. O incluso, estando con ellos en casi un completo silencio y de repente tener la necesidad de levantare con rapidez para cerrarla, teniendo que soportar las miradas extrañadas de los demás.
A veces hacían bromas, a veces preguntaban con sinceridad, pero ya estaban tan acostumbrados que no le prestaban mayor atención, ya aburridos del tema, y yo me iba liberando de sus miradas, de esas miradas que no comprendían.
Muchas veces traté de explicar mi malestar, mi ansiedad, mi terror a ver una puerta apenas abierta. Pero nadie podía si quiera comprenderlo, les parecía completamente ridículo.
Isabel estaba preocupaba por mí, por mi bienestar, y si hubiese podido, me hubiese traído alguno doctor particular a casa. Pero no teníamos dinero y yo no quería saber más nada del tema, simplemente no quería saber de psicólogos ni el porqué de mi mal, al fin y al cabo podría vivir con ello.

Vivir en el campo no fue coincidencia. Es fácil entender que en la ciudad, con tanto bullicio, era imposible poder tener una vida tranquila.
Tal vez pude haber sido comerciante, tal vez pude haber tenido un estatus más alto en cuanto a dinero se refiere, pero esas son historias imposibles. La sola idea de no escuchar que la puerta se cerró totalmente, me pone los nervios de punta.
Muchas veces pensé en quitarlas de la casa, sacarlas de sus marcos y quemarlas en la chimenea. Pero no lo hice jamás, por el simple hecho de que considero que es mejor estar acostumbrado y aprender a convivir con el miedo, que estar desprevenido y que aparezca con mayor fuerza de sobresalto. Tal vez sea un error, pero temo correr el riesgo.

Pero hay una cosa que tienes que entender. No me molestaban las puertas, no me molestaba que las abrieran, me molestaba que quedaran abiertas, que dejaran entrever un cuarto silencioso, oscuro, unas tinieblas que incitaban a la inquietud, al malestar.
No podría recordarlo, pero estoy seguro de que esto me sucedía desde mis tiernos años de infancia. Hasta donde puedo recordar, me sucedía desde aquellos años que vivía con mi estricta tía Matilde. Recuerdo cómo me llamaba la atención por esto, siempre decía:
- ¿Podrías dejar esas puertas en paz? Estoy cansada de escuchar esos golpes a cada rato.
Yo no tenía mucho apego a mi tía, pero esos retos evitaron que olvidara hasta dónde se extendía mi problema. Tal vez lo tengo desde nacimiento.
Por supuesto, en aquellos años era algo incomprensible para mí. Pero poco a poco me di cuenta de que no era algo normal, de que tenía un problema grave.

Cuando mi tía murió ya vieja, y yo ya estando casado, se desvaneció el único contacto familiar conocido que tenía. Estaba completamente solo. Claro, es fácil entender ahora que aquellas miradas raras en las fiestas familiares, no eran más que propias de la familia de Isabel.
Pero volviendo a mi juventud. Al morir mi tía Matilde, comencé a preguntarme con más seriedad sobre quiénes eran mis antepasados. No conocía a mis padres, ni a mis abuelos, ni a pariente conocido. Jamás en todos estos años le pregunté a mi tía sobre estos datos. Yo supongo que tenía sus razones, creo que era una persona solitaria y no se llevó jamás con nadie. Lo único que pude saber, fue que viví con mis padres unos 3 años, y luego nada.

El tiempo pasó, pero mis problemas jamás me abandonaron.
Por las noches tenía pesadillas, pesadillas que eran incluso tontas, porque parecían cosas de niños. Soñaba que me encontraba en un callejón largo y estrecho, completamente oscuro. Caminaba lentamente por esas tinieblas, abarrotadas de neblina, de sombras extrañas. Cuando de repente, a lo lejos, encontraba la puerta de salida, y detrás, parecía haber luz.
Al ver la luz, comenzaba a correr, desesperado por salir de ese lugar. Pero poco a poco empezaba a escuchar chillidos, susurros extraños, el sonido de vidrio quebrándose contra la pared, y un grito, un grito muy agudo que provenía de lo más profundo de esos abismos infernales, porque ahora no había luz, la luz se convertía en oscuridad, y la sensación de escapatoria se convertía en terror. Entonces yo paraba de correr y comenzaba a temer. Y lo único lógico que podía atinar a hacer, era acercarme y cerrar la puerta para no oír más esos sonidos horribles. En ese momento, todo se calmaba y podía seguir soñando, sabiendo que la puerta por fin estaba cerrada.
Muchas veces intenté reunir valor para entrar en el cuarto, pero ese valor no tardaba en convertirse en miedo, miedo que me perseguía a cada instante y en cada rincón de mi cuerpo.

Cuando decidí contarle esto a Isabel, ella intentó sacarle algún sentido, sentido que me parecía ridículo. Ella sugería que yo de niño les temía a monstruos o tenía miedo a la oscuridad. Pero eso no explicaba por qué ningún otro chico, de los tanto que hay, que le temen a monstruos o a la oscuridad, no tuvieron problemas de adultos. Ella solo decía que yo podría ser un caso especial.
Claro que yo le dije que podía tener razón, no quería preocuparla más con esto. Pero yo no estaba seguro tampoco si quería conocer más allá de estas pesadillas.

Comencé a preguntarme por mis padres. ¿Qué pasó con ellos? ¿Dónde estaban? ¿Me abandonaron? Cada interrogante venía acompañada de otra.
Entonces decidí que lo mejor era rebuscar entre las pertenecías de mi tía para ver qué podría encontrar. Encontré papeles viejos, alguna que otra joya, recuerdos de juventud y varias cartas, muchas cartas de hecho.
Leí, leí y leí estas cartas con la esperanza de encontrar alguna referencia, algo. Matilde era tía parte de madre, tal vez podrían haberse escrito debido a que vivían a la distancia.
Una carta que encontré, poseía información sobre el nombre de mi madre: Mercedes Campos.
En el ayuntamiento encontré mejor referencia. Había estado casada y había tenido un hijo a los 16 años. Pero también me enteré de la triste noticia de su defunción.
Fue aquí cuando me enteré de todo. Fue aquí cuando rompí la regla de no querer saber nada al respecto. Pero mi problema había llegado demasiado lejos y necesitaba excavar el pasado.
Resulta ser que mis monstruos son reales. Pero Muchas veces los monstruos se disfrazan de personas, personas que hacen mal sin saber por qué o con qué propósito, simplemente actúan.
Jamás revelaré aquí el porqué de mi mal, es demasiado delicado para hacerlo viral. Pero supongo que tú te haces alguna idea al respecto. Pero yo seguiré, seguiré por Isabel y por mí, para tratar de volver a empezar y dejar de mirar para atrás y ver hacia delante.
Si quieres saber qué fue de mi mal, pues todavía sigue estando latente. Pero cada vez que cierro la puerta, lo hago sin miedo y con suma tranquilidad, pues sé que los monstruos ya no se encuentran más entre nosotros.









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