Perder la cabeza.

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A día de hoy todavía no tengo muy claro qué fue lo que hizo que perdiera la cabeza. Quizá fueron tus ojos marrones, quizás tu humor negro. Quizá fueron tus palabras blancas, quizás tu alma azul. Quizá nunca llegue a saberlo con certeza, quizás fue el mero hecho de que eras tú. El caso es que la perdí.

Normalmente, cuando perdemos algo lo primero que hacemos es ponernos a buscarlo como si nos fuera la vida en ello. Algunos sienten que lo pierden todo en cuanto no encuentran las llaves o el bolso. Otros se frustran al perder el metro que tenían que coger para ir a la entrevista de un trabajo que acabaría poco a poco con su alma. Perder la cabeza es diferente.

Cuando te das cuenta de que has perdido la cabeza puedes tener dos reacciones muy diferentes. Puedes pensar que es lo peor que te ha pasado en la vida y empezar a medicarte como si estuvieses enfermo o puedes pensar que es lo mejor que te ha pasado jamás y empezar a curar a la gente con tu sonrisa.

Yo ni siquiera intenté buscarla, no intenté recuperar la poca cordura que algún día había habitado en mi mente.

En cuanto perdí la cabeza me di cuenta de que había encontrado algo mucho más valioso.

Te había encontrado a ti.


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