Prólogo

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Abascal contemplaba su última conquista desde la ventana virtual de su castillo. La más maravillosa, la más deseada, la que había costado esfuerzo, sudor y lágrimas... Aunque no precisamente las suyas, sino las de sus soldados. Acababa de conquistar Gibraltar, el último paso antes de reconstruir el antiguo Imperio Español. Desde su trono se sentía Felipe II, un héroe sin duda, el mejor rey de España... Antes que el propio Abascal.

-¡Vamos a celebrarlo! -Bramó-. ¡Tú! -Increpó a un chico delgado de preciosos ojos azules-. Trae el vino.

El chico frunció los gruesos labios en una fina línea blanca pero no rechistó antes de darse media vuelta, dirección a buscar lo que le había pedido su rey.

Abascal paseó la mirada por la sala del trono. Estaba prácticamente vacía de gente, salvo por una de las criadas. Una joven morena y delgada. Abascal la miró de arriba abajo, deteniéndose en su culo respingón y tentador. Las vestía con ropa corta y ceñida que dejaba poco espacio a la imaginación y permitía al soberano observarlas cuando le pareciese. Conocía a esa en concreto aunque nunca recordase su nombre. Era valiente, rebelde por naturaleza y le había dado más de un problema. Le parecía un buen premio por todo lo sufrido por culpa del bendito peñón.

Ya sabía a quién se iba a llevar al lecho esa noche.

-¡Guapa! -Gritó.

La criada suspiró antes de dejar a un lado el plumero que sostenía para limpiar los muebles y girarse para encarar al hombre.

-Le agradecería, señor, que me llamase Irene -pidió entre dientes.

-Te llamaré como me dé la gana. Para eso eres mía.

Irene apretó los puños a ambos lados y alzó la mirada antes de declarar:

-No pertenezco a ningún hombre.

Santiago alzó ambas cejas y clavó en la mirada llena de rebeldía de la joven sus fríos ojos pardos, carentes de sentimientos.

-Me perteneces a mí -explicó-. Porque soy tu dueño y te concedí el honor servir en mi palacio y trabajar para mí.

Irene gruñó.

-Sois un cerdo -declaró.

Santiago se levantó y caminó hacia ella. Irene sabía lo que venía a continuación. No era la primera vez que se metía en líos como aquel y nunca le salían baratos. Pero un par de moratones le parecían un precio justo a pagar a cambio de escupirle unas palabras bien merecidas al dictador.

Abascal alzó la mano cuando llegó a su altura y le cruzó la cara de un bofetón. Irene ni se apartó ni retiró la mirada hasta que el impacto en la mejilla le obligó a hacerlo. El pelo le cubría el rostro y lo agradeció mentalmente. Así Abascal no vería las lágrimas de impotencia. Tenía que demostrar que era más fuerte de lo que él creía y no la débil criada del sexo inferior que él pensaba que merecía. Irene no era ningún regalo que se pudiera conceder tras haber conquistado una mierda de roca.

-¡Hija de puta! -Le espetó-. Desagradecida, siempre me estás dando problemas. Estarías más guapa en la horca.

Irene giró el rostro para volver a mirar a Abascal a los ojos.

-¡También sería más libre en ella! -soltó la muchacha.

Los ojos de Abascal relucían rojos en furia contenida que parecía a punto de estallar. Alzó la mano nuevamente.

-¿Cómo te atreves a hablarme así?

Cuando iba a descargarla con todas sus fuerzas sobre Irene, un objeto pesado le golpeó la cabeza. Abascal se desplomó inerte sobre la carísima alfombra, hilos de sangre corriendo por su cuello y charcos de vino manchándolo todo.

Revolución Y ReconquistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora