La piel de naranja

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Acababa de doctorarme y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para curiosear por las clínicas.

En una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino únicamente aficionado a la Medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado, e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que tienen la misma edad y los mismos gustos.

Llevé a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi «media naranja», como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos.

Meredith, por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque a poca distancia de la estación de Villa-Avray, y todos los domingos, alrededor de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia de Villa-Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia.

Pasábamos el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios; o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas.

Generalmente, lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero de honor de lady Marcela.

Se adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos y de hojas.

Y, cosa rara: la tía y el sobrino no parecían entenderse más que para los paseos y durante ellos, pues en casa o en la calle se mantenían en esa cortesía un poco agresiva que es frecuente entre la mujer joven de un tío viejo y el sobrino que ha de heredar de ese tío.

Meredith, a quien hice observar el contraste de las dos actitudes que notaba entre ellos, me contestó con una franqueza llena de buen humor:

-Mi querido amigo, como usted dice muy bien, no quiero a mi tía. Su presencia al lado de mi tutor me irrita y me importuna. Lady Marcela odia cordialmente a su sobrino: mis visitas a su marido la molestan. Pero cuando salimos al campo no somos más que dos camaradas a quienes agrada el paseo, los árboles hermosos, la brisa fresca, el aire puro de las alturas y las flores silvestres. Lady Marcela tiene veintiún años y un espíritu inquieto. Yo le llevo muy pocos años, y dicen que no soy tonto. En una palabra: que no pensamos más que en divertirnos y en gozar de la vida durante nuestro paseo; libres, eso sí, de adoptar otra vez nuestras actitudes de hostilidad cortés al regresar a casa.

Le repliqué que yo no acertaba a comprender por qué la amiga en el campo no podía serlo en casa, y que su sicología me parecía muy sutil.

-No he dicho «amiga» -me respondió-, he dicho «camarada», lo cual es muy distinto. No hay amistad posible entre la mujer de mi tío y yo; la camaradería a nada compromete.

Cuando me dedico a escudriñar mi «yo» de entonces, pienso que quizá en el fondo estaba yo lo bastante enamorado de lady Marcela para encontrar admirable que Meredith la considerase tan fríamente:

Este sentimiento, del que yo no me daba cuenta, era quizá lo que me detenía en mis anteriores pensamientos sobre Ángela.

Un domingo -hacía un poco más de tres meses que frecuentaba la morada hospitalaria de lord William, y era el 14 de junio de 1880- almorzábamos los cuatro en el comedorcito Renacimiento. Estábamos en los postres, y lady Marcela hizo servir los vinos, según la moda inglesa.

Cuentos de Oscar WildeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora