Al llegar al edificio en donde vivía, comprobé felizmente que ese engendro de apellido Greg se había marchado. Mi ánimo ni siquiera se desplomó cuando pasé junto al viejo verde de la portería, o cuando Limón casi me saca la mano de una de sus manifestaciones por su temor a las alturas. Claro que no. Eso ni nada podría borrar mi sonrisa de buen humor. El Desconocido Greg se marchó, el Desconocido Greg se marchó, canturreaba en mi mente.
-¿Quién es el Desconocido Greg, pichoncito? –Preguntó una voz temblorosa, que formaba parte de un cuerpo que tenía características humanas, pero que su comprobación todavía no se llevaba a cabo.
Mi abuela.
A veces sucedía, eran pocas, pero pasaba. Como que mi cerebro lograba que una parte de sí mismo dejara de trabajar y mis “pensamientos” llegaran directo a mi boca. Y yo ni enterada.
-¿Qué haces tú aquí?
Era evidente qué hacía aquí, sin embargo, decidí creer que solo venía a comprobar que no nos habíamos mudado.
Zara Babel era mi abuela, la madre de mi madre escapista. Tiene ese sentido de la responsabilidad que no deja a nadie tranquilo, ni siquiera a los que se encuentran al otro lado del mundo. Zara era un ser horrible, de esos que tienen la piel de color zanahoria y su cabello de banana. Sus arrugas se forman alrededor de la boca, casi comiendo su cara y, a pesar de sus cincuenta años, ya tiene voz de vieja. Usa ropa de putas adolescentes, como si ella fuera bonita. Ella se cree hermosa, una reina, una preciosidad que todo el mundo quiere tener.
-¿Cómo que qué hago aquí, Samanta? –Preguntó con su voz jocosa.
-¿Molestarnos? ¿Arruinarnos el día? –Creo que no debí haberlo dicho.
Comprobé, segundos después, que el color naranjo no iba muy bien con el rojo. Las mejillas de mi abuela se habían calentado hasta alcanzar el color cereza.
Mi querida abuelita era toda una ensalada de frutas.
-¡Samanta! –Su chillido provocó un reclamo de parte de mis oídos. Con carta de denuncia incluida. Zara tranquilizó su respiración y me miró a través de sus pestañas postizas. No hacía falta agregar que las verdaderas se habían quemado en su intento de preparar comida comestible –. Samanta, hoy es martes. ¿Sabes qué día es mañana?
Me encogí de hombros.
-Si alguien no lo ha cambiado todavía, supongo que seguirá siendo miércoles.
-Va a suceder un evento muy importante en tu vida, Sam –Me dice con los ojos brillosos, como si en verdad fuese importante, considerando que para ella, toda su vida era importante. Toda fiesta era exclusiva y significativa. Todo ser medianamente famoso era increíblemente sustancial. ¡Todo era maravilloso!
Contestando sus preguntas no cuestionadas, sí, se droga.
-Qué –Contesto de forma brusca. Zara lo hace pasar y da saltitos, intentando alcanzar su estatura ideal; 1,60. Yo la observaba desde arriba.
-¡Tu cumpleaños, niñita tonta! –Grita con alegría y mostrando sus encías falsas – ¡Cumples dieciséis!
-¿Qué es todo este ruido por aquí? –Pregunta mi padre abriendo la puerta y saliendo del departamento. Su camisa no está del todo abotonada y sus pantalones totalmente arrugados.
Sus ojos alcanzaron hasta lo imposible al ver a Zara frente a mí.
-¡Hola! ¡Tía! ¡Hola! –Saluda quizá con demasiada efusividad.
Podrán comprender que la madre de su pequeñita niña de quince años no le hacía demasiada gracia ver a quien la embarazó. Pero no le quedaba remedio si es que, de nuevo, su sentido de la responsabilidad interfería.
-¿Qué son esas fachas, Samuel? –Inquiere ella con el ceño fruncido y poniendo sus brazos en forma de jarra.
-Yo me largo –Paso caminando a su lado, con Limón quejándose. Un gato flojo y que no le gusta estar demasiado tiempo en los brazos de los humanos. Buena combinación.
-¡Mañana faltarás a clase! ¡Tengo algo muy importante para ti! ¡Te encontré tu pareja perfecta! –Grita con su voz de vieja asquerosa.
Me estremezco.
Otra vez mi cerebro parece reaccionar. Creo que tengo un problema severo neurológico. Como que los carriles donde se mueve el tren están por el lado contrario. Me subo todo el tiempo en la línea equivocada.
Me estoy enredando.
¿Pareja? ¿Qué mierda? Dejando a Limón en el suelo, retrocedo sobre mis pasos y miro a mi abuela con mis ojos más abiertos de lo normal.
-¿Pareja? –Pregunto, otra vez y consciente de que no lo pensé.
-Pues claro, mi pichoncita –Lo segundo que más detesto en ella, es su tonito empalagoso que utiliza para “manipular” –. Ya estas creciendo y nunca te he visto con un jovencito. Ya es hora.
-No, no, no, no, no –Contesta Samuel negando rápidamente con su cabeza media calva –, no lo permitiré nunca. Ella no se va con ningún niñito. ¡Sigue teniendo los quince! Ella es menor de edad y no pienso que se relacione con nadie hasta que tenga treinta.
-Eso no te detuvo de dejar a mí hija embarazada cuando tenía quince y ¿Tu? Creo que ya habías alcanzado los veinte y más.
De nuevo. Sabiendo que no se despegarían hasta acabar con el diccionario de los insultos y comenzar a escribir uno nuevo, desaparecí hacia mi cuarto.
Cumplía dieciséis. Mañana. Es raro. Se siente muy extraño. Es como que vas sabiendo que el tiempo pasa y yo estoy parada, en medio, mirando como idiota. ¡Muévete, haz algo, imbécil! Grita mi conciencia. Ella no es muy moderada en cuanto a su lenguaje y sus ideas repentinas.
Me tiro sobre mi cama y suspiro. ¿Qué más tengo que hacer?
-Tarea –Susurro. Tarea, odio la tarea y los profesores lo saben. ¿Por qué no las hacemos en clases? Quedarán minutos libres. Supongo que ese tiempo alcanza perfectamente para terminar los ejercicios.
Esperen. Seh, alcanzan perfecto y yo ni ahí. No muevo ni un músculo. No hasta que suene el timbre.
Vuelvo a levantarme y comienzo a quitarme la ropa. Esta vez, toda. Las cortinas estaban cerradas y, aunque del otro edificio se lograra ver algo siquiera, no me importaba. Bueno, sí importaba, pero estaba segura que las cortinas traslúcidas y en medio de la noche –oscuridad –no se podría distinguir nada.
Me coloqué el pijama con la mayor rapidez que alcancé. Tampoco había que ser nudistas.
Mi ropa de dormir era tan patética como la que usaba cuando tenía seis. Esta es un vestidito rosadito con patitos amarillitos. Qué adorable.
En las noches mi apetito no supera la barrera de estable. Sólo tenía que cepillarme los dientes, peinarme un poco e irme a mi camita. Ella me esperaba con los brazos abiertos diciéndome: “Acuéstate sobre mí, muévete. Puedes hacerlo. Rápido, rápido”.
Mente pervertida.
Gruñí, atravesando el pasillo y llegando al baño. Cerrado.
-¡Espera afuera! –Gritó mi padre.
Al final, esperé treinta minutos frente al baño. Salió, corrí adentro con la intención de lavarme los benditos dientes. Cuando logré encontrar mi pasta dental (cinco minutos demoró su búsqueda) y cepillar cada uno de estos dientes blanquitos, ya no tenía ganas de cepillar mi pelo. Lo amarré en una trenza floja y me fui a dormir.
Buenas noches, Samanta. Que tengas dulces sueños, Samanta. Ya duérmete, Samanta.
Fue evidente que esa noche, el insomnio atacaba. Y con todas las tropas preparadas.
¡Ataque!
***
Nuevo capítulo. ¿Qué tal? ¿Nadie dejará un mísero mensajito para la autora? ¿Es muy mala mi historia? Supongo que tampoco es para tanto ;)
¡Quiero a quien sea que esté leyendo esto!
Ciao.
Corte y fuera.
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¿Cuál Es Tu Nombre?
RomanceUstedes, sí, les hablo a ustedes. Tengo un pedazo de suplente de profesor que, simplemente, se niega a decir su nombre. Esto se basa en mí, Samanta Mariposa -apellido de insecto, no se burlen -y el suplente, el tal Desconocido Greg. Adéntrense en es...