Alguna vez, en la orilla de un río dentro de un bosque, un niño se encontró una piedra. La miró antes de levantarla, era hermosa a sus ojos. Tenía detalles redondos y era un tanto alargada, además de que era más grande de lo que cabía en sus delicadas manos, sin embargo era más ligera de lo que imaginó antes de sostenerla, increíblemente ligera, como una pluma.
Se emocionó. Tomó con entusiasmo la piedra, y con alegría se dirigió corriendo a casa. Pero entre más se acercaba a su cabaña, más le pesaba la roca, más y más, más y más. Llegó el momento en que no pudo sostenerla, y entonces la soltó, dolía cargarla. Se desanimo, pero, al mirarla de nuevo en el piso, ésta se veía mucho más hermosa que al principio, se encontró maravillado, los colores eran más brillantes, danzantes. La miró enamorado. Intentó volver a cargarla, ahora con más energía, dio pasos cortos y forzados, aunque rápido cayó rendido ante su peso. Miró desde el suelo los fragmentos de cielo que atravesaban el ramaje del bosque. Suspiró y después se decidió a arrastrarla, a su tierna edad no tenía tanta fuerza, pero al mirar su casa, notó que ya no estaba tan lejos, faltaba poco, lo intentaría. Se posó detrás de ella y en posición de cuclillas comenzó a empujar. Por un momento deseó que la roca no fuera tan pequeña, pues así era más complicado arrastrarla, pero luego se arrepintió de su propio pensamiento: -La roca es hermosa -se dijo-, así con su tamaño, así con sus colores.- Siguió empujando, y la roca comenzó a formar un surco en la tierra fresca del bosque, arrancando del suelo algunas plantas. Y de nuevo, se hizo más pesada.
No mucho avanzó empujando, así que pensó en tirar de ella, fue a casa a buscar una soga, asustado de que al regresar ya no estuviera, corrió y corrió, rápido abrió la puerta de madera vieja que daba entrada a su hogar, dentro sólo era iluminado por los rayos de luz que llegaban del sol como flechas, y el olor húmedo de la madera inundó su nariz. Estaba solo, buscó y entre sus cosas encontró la cuerda. Regresó deseoso de volver a ver a su hermosa piedra, para volverla a admirar, volverla a querer.
Estaba ahí para cuando volvió, pero era diferente, ahora era más grande, más hermosa, más hipnotizante. La vio incrédulo, y le sonrió. Se acercó a ella de nuevo, hincándose, y con el lazo la amarró, un par de vueltas y un nudo firme. Entonces comenzó a tirar de la soga con dirección a su cabaña. Dio un paso, era pesada; dio cinco, era cansado; dio diez, y la cuerda rompió... El pequeño comenzó a llorar, sus lágrimas recorrían con tristeza su rostro y caían como lluvia sobre la tierra fresca y surcada por la roca arrastrada. -¿Qué puedo hacer?- se preguntó el niño con la inocencia que sólo un infante podría poseer. Se le ocurrió mojar el suelo por el que pasaría la roca, así sería más fácil de arrastrar, y lo hizo, pero la roca se enterraba en la tierra mojada. Se le ocurrió patearla, pero rápido se regaño mentalmente por no ser más delicado con ella, con ella que era tan bella, más bella, la más bella.
Se decidió por fin a rodarla, pero vaya que era complicado. Le costaba mucho, y cada vez un poco más, desplazar a su hermosa y brillante roca, cada centímetro más cerca de casa era más peso, más trabajo, que después de poco lo terminó por agotar, brazos y piernas la dolían y su frustración era lo más grande. La quería, y la quería sólo para él. -No quiero que nadie más la vea- se dijo-, no quiero que nadie más la toque-. El Sol se ponía, la Luna comenzaba a salir. Cayó dormido enrollado en sí mismo alrededor de la piedra hermosa. Entró la noche, tuvo frío, ¿pero cómo iba a abandonar a su piedra ante la inclemencia de la oscuridad? Se quedó a su lado en medio del amor. Se quedó en el frío. Sufriendo la misma inclemencia de la que la protegió. Comenzó la lluvia, la tormenta, mas no se apartó, siguió encontrándose así mismo con un dolor mayor que el que propinó cargar la roca. El frío antes del amanecer fue la flecha final. Vio el amanecer, lo vio obligado, vio a su roca, se disculpó, la siguió mirando, admirando, le entregó su amor con sus ojos una vez más, y después... murió.
Los segundos pasaron, los minutos, horas, días, semanas, años, siglos... alguien más se encontró con la piedra, el cuerpo del niño fue absorbido por la Tierra. Otro niño fue el que la tomó, la vio medio enterrada en la tierra de un viejo bosque, cerca de una cabaña abandonada y frágil. Intentó levantarla mas era pesada, no podía, la arrastró entonces camino al río, admirando cómo ésta se iba haciendo cada vez más ligera, hasta que la pudo cargar, hasta que fue tan ligera como una pluma. Y entonces la entregó a la corriente, se despidió de ella.
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Cuentos de Omar Pay
DiversosRecopilación de algunos pequeños cuentos que he escrito o escribiré.