Tomé el libro del escritorio y lo contemplé. Me estremecía aquel título tatuado en la cubierta negra, junto al nombre del autor. Él había muerto dos años atrás. Inspiré hondamente y lo abrí. Esas páginas habían estado esperando por mí desde hace mucho tiempo. Las frías caricias estrellándose en mi rostro me distrajeron. El viento se colaba por la ventana, obligándome a contemplar el paisaje. Empezaba a anochecer. Desde mi ventana podía ver cómo las flores de los jardines perdían sus colores y se vestían todas de negro, hasta volverse invisibles. Mientras el sol se escondía tras las montañas los focos de la calle cobraban vida, uno a uno. Poco a poco las calles se abrigaban en el manto de la noche. No me gustaba. Desde pequeña había aprendido a temerle a la oscuridad, a esos callejones vacíos, a esas calles sin nombre. Recuerdo que siempre acostumbraba llevar un puñado de arena en una mano y una piedra en la otra. Eso tranquilizaba un poco a mi indefenso corazón. Me negaba a aceptar que mamá me enviara en un taxi sola, prefería caminar. A diario escuchaba en las noticias historias de niñas y mujeres desaparecidas, y luego encontradas desnudas o tiradas en las sequias. Pese a todo sabía que no debía temer, mi entorno más cercano era seguro.
Mi familia siempre cuidaba de mí, y mamá generalmente me sobreprotegía. ¿A dónde vas? ¿con quién? ¿qué vas a hacer? ¿a qué hora regresas? ¡hija, te has pasado veinte minutos, me tenías preocupada! Lejos de incomodarme, su protección me confortaba. Rara vez asistía a fiestas o salía a "vagar" como la mayoría de mi edad. No, no era asocial, para nada. Me encantaba observar y escuchar a la gente, procastinar con mis amigos... Me divertía a mi manera. Realmente disfrutaba quedándome en casa, con una manta y un café, una buena película o un libro; practicando cualquier deporte; paseando con mi familia. Mi estilo de vida repelía accidentes intencionados, o al menos eso era lo que yo creía.
Las luces en el interior de las viviendas también iban apareciendo; unas más opacas que otras, porque unas eran velas y las otras, lámparas costosas. Vivía rodeada de lujosos edificios, con guardias de seguridad en las entradas; y a la vez de pequeñas casitas, muy pocas con energía eléctrica y agua potable. Me parecía repugnante esa bipolaridad social. Volví mi atención al libro. Iba a empezar a leerlo hoy. Adoraba esos tiempos de lectura, conocer nuevos mundos, vivir historias ajenas. Esos libros eran mi escapatoria, pero no hoy. Hoy no me sentía bien. Intentaba concentrarme, pero un dolor casi imperceptible me oprimía el pecho. El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana... El eco de las palabras resonaba en mi mente. Continué recorriendo las páginas, esas líneas me helaban. La última imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio... "Hijita, ¿estás ocupada?" Mamá apareció de repente en el umbral de la puerta, sobresaltándome. Di un respingo y tiré el libro, que se estrelló con fuerza en medio del dormitorio... El eco resonó en las blancas paredes de mi habitación.
"¿Estás bien?" Me observó preocupada, levantando sus delicadas cejas y pronunciando las arrugas que 40 años de penas y alegrías habían marcado. Se acercó a donde yo estaba y palmó mi frente, no pude evitar notar el desgaste de sus manos. Desde que huimos de los golpes y las borracheras de mi padre ella se convirtió en una doble mamá. Cuánto amaba y admiraba a esta mujer. "No te preocupes, mamá, estoy tranquila. Tengo un poco de frío, eso es todo. ¿Necesitas algo?" Dirigió la mirada hacia la ventana y volvió a verme nuevamente. -Entonces deberías cerrarla- me dijo suavemente. "Vine a ver si podías ir a comprar algunas cosas para la cena, pero si no te sientes bien no hay problema, se lo puedo pedir a uno de tus hermanos." Me puse de pie de inmediato, asegurándole que me encontraba en perfecto estado y que yo iría. Si la noche atraparía a alguien sería a mí, no a ellos. "Ya, abrígate y baja para decirte lo que necesitamos, estaré en la cocina." Me coloqué las zapatillas negras y tomé la casaca roja del colgador. Mientras lo hacía mis ojos se entretuvieron mirando las fotografías que decoraban las paredes. Eran los momentos más importantes de mi historia, desde mi nacimiento hasta la fiesta de promoción de hace unas semanas. Ahí estaba yo, con el cabello carbón y liso, los ojos negros y brillantes, y las mejillas sonrojadas. Sonriendo, siempre sonriendo. ¿Era linda?, todos se preocupaban por eso. Físicamente no lo sé, pero tampoco me importaba. Suspiré. Me quedaban muchas fotografías por sembrar en esas paredes. Muy pronto iría a la universidad en algún lado; estaba postulando a varias, con la esperanza de que alguna me aceptara. Quería estudiar sociología, era uno de mis más grandes anhelos. Escuché a mamá llamándome, me apresuré y caminé hacia la puerta, tropezando con algo. Era ese libro. Estaba abierto. Lo ignoré, no tenía tiempo para recogerlo, lo haría cuando regresara. Entonces salí de la habitación, cubriendo mi cabeza con la capucha. Crucé el pasadizo y bajé trotando las escaleras. Al atravesar la sala me topé con el menor de mis hermanos. -Pareces la Caperucita Roja- aludió en medio de risas y carcajadas- cuidado con los lobos. - Le sonreí y me acerqué a abrazarlo. "Te quiero mucho, nunca lo olvides." "Sí hermanita, vuelve pronto, que tengo mucha hambre." Y siguió jugando con uno de sus carritos.
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Voces apagadas
Non-Fiction¡Abre los ojos! Escucha el silencio. Cuentos que reflejan la realidad peruana y latinoamericana. Cuentos que no son cuentos.