Prólogo.

121 8 1
                                    

—Señorita Brent —el profesor aclaró su garganta captando la atención de la chica que se encontraba en una guerra de aviones de papel. La chica de la coleta rubia se volteó hacia él y lo miró con ojos retadores, lo odiaba. Cruzó los brazos sobre sí y se acomodó en la silla.
     —¿Sí, profesor? —sonrió de una manera socarrona y habló con la voz más fingida de amabilidad que pudiera hacer. El profesor, ignorando ese hecho, le tendió una tiza. La chica se quedó observando su mano tendida con una ceja enarcada y al ver que no la tomaba, suspiró y habló imitando la voz que momentos atrás ella había usado.
     —Pase a la pizarra, señorita Brent —le regaló una sonrisa de satisfacción al ver el rostro frustrado de la chica, la odiaba. Guardó silencio a la espera de una respuesta, pero no tuvo ningún resultado más que el ruido agudo de una pompa de chicle al tronarse. Cerró los ojos brevemente y los abrió frustrado mientras aplicaba un poco de presión en la tiza—. Pasé, señorita.
     Clarissa rodó los ojos y sin más remedio, se levantó de su lugar con suma paciencia, tan sólo para desesperarlo. Caminó por el suelo resbaladizo con sus altas botas negras mientras meneaba su falda corta al son de sus caderas. Su cabellera rubia recogida en una coleta caía como una cascada sobre sus hombros y se contorneaba a cada paso. Llegó hasta el frente donde el profesor de álgebra se encontraba y, de un jalón, le arrebató la tiza mientras chocaba hombro con hombro con él. Le miró sin dejar su sonrisa socarrona y articuló un suave perdón con los labios sin sonido. El profesor sin remedio, tan sólo sonrió y, en un intento de no alterarse, apretó y abrió su mano sucesivamente de una manera compulsiva. Ella se dirigió a la pizarra.
     —¿Ese? —señaló despreocupada uno de los problemas escritos en ella. El profesor se sobó las sienes de una manera impaciente.
     —Sí, señorita Brent. Ese problema —habló haciendo énfasis en el "ese". Ella tan sólo se encogió de hombros y comenzó a hacerlo. Podrían decir o pensar cualquier cosa de ella, pero sin rodeos: aquellas cosas le eran pan comido.
     Realizó el problema en menos de un minuto y sin errores, lo cual al profesor le dejó una pizca de decepción en los ojos. Seguramente él habría amado que ella estuviera mal para corregirle ante toda la clase. Amaba intentar humillarla, aunque claro, sus intentos siempre eran fallidos de alguna u otra manera.
     —¿Puedo sentarme ya? —habló con una voz monótona a la cual el profesor simplemente contestó con un asentimiento de resignación—. Bien —dijo mientras movilizaba mucho los labios y rodaba los ojos. Cómo lo exasperaba con tan sólo una simple y pequeña acción.
     Caminó con superioridad hacia su asiento, se sentía bien de haber extenuado tanto —como todos los demás días— a aquél profesor. Era como su rutina diaria, y si no la cumplía se sentía desmotivada. Así que eso la hizo recuperar fuerzas para las siguientes jornadas, por tanto: el hacer la vida un infierno a sus profesores. Claro, a excepción del profesor de literatura, amaba esa materia.
     —Hasta que logras hacer algo bien, Clarissa —oyó mascullar a la pelirroja a su lado. Detuvo su andar y la miró con perspicacia mientras una sonrisa fastidiosa se escabullía por sus labios.
     —Disculpa, Cassiedie —se giró hacia ella mientras tambaleaba su pie en un constante movimiento: al frente, atrás; al frente, atrás—. ¿Has dicho algo, de casualidad?
     —Oh, claro que sí —sonrío con autosuficiencia—. He dicho que es la primera vez que haces algo bien. No sabía que podías hacer algo más que simplemente causar problemas o meterte en líos. Pero claro, ¿qué se podría esperar de alguien como tú?
     —Oh, y yo no sabía que tu boca podía articular algo que no fuera una demostración de tu poco sentido común o que tu lengua no hiciese algo más que mamadas. Mira, ambas somos una caja de sorpresas —la rubia le sonrió de la manera más burlona que pudiera, y sus palabras provocaron que la chica junto a ella se pusiera roja como un tomate. Un podrido, arrugado y agrio tomate.
     —¡Eres una...!
     —¡Señorita Brent y Señorita Clarke! —gritoneó el profesor Halder advirtiendo las miradas fulminantes que se propiciaban la una a la otra— O paran, o las envío a ambas a detención, y señorita Brent —la miró—, una más y quedará expulsada. Está advertida.
     Clarissa hizo un amago de protesta que él descarto ordenando a ambas sentarse y guardar silencio, a lo que sólo respondieron con un asentimiento simultaneo y una risilla agria de la rubia. Eso no iba a quedarse así.

¡No te metas con Clarissa Brent!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora