Capítulo 1

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Miré las estanterías llenas de libros de la biblioteca. Terror, romance, ciencia ficción, fantasía, aventuras, drama, cuentos épicos, mitos y leyendas...Tantos libros y tantos géneros distintos. Para mi, cada libro tenía algo interesante. Menos los de terror. Los de terror estaban fuera de mis elecciones. Los odiaba a muerte. ¿Qué tiene de bueno que estés tan tranquila en tu casa, y venga un tío con moto-sierra y te corte el pescuezo? ¿O por ejemplo, cuando abres una puerta, y hay un maldito bicho sediento de sangre detrás, cuando tú piensas “ tonta, no habrás la maldita puerta”? No señor. No le veía el fuste. A mi me gustaban más los de ciencia ficción, mezclados con amor, por ejemplo. O de misterios que se van enredando hasta el final, donde todos son sospechosos de algún crimen, y luego resulta que es el que menos te esperabas. Los de Dioses que bajan del Olimpo a engañar a inocentes humanas, que luego engendran semidioses que se convierten en leyendas de cuentos, donde matan a monstruos míticos. Cuentos de hadas que esperas que se hagan realidad, donde todo es posible. Esos libros de hechicería, traiciones y amor, que te envuelven y te atrapan hasta no querer dejar de leer ni un solo momento para no perderte ni un detalle. Pues eso eran para mi los libros. Mi mundo, donde podía evadirme de la estúpida realidad y estar donde yo quisiera, con los personajes que a mi me diera la gana. Podía identificarme con ellos y subir montañas, volar por los cielos, respirar bajo el agua y muchas otras cosas, que mucha gente se pierde por pereza. La gente que no se ha leído ni un solo libro por placer, no sabe lo que se pierde. Yo, al menos, prefiero un buen libro a una película. Las películas son dos horas de ver a tus personajes...pero al final, sin un libro o los diálogos y la trama, una película tampoco podría existir, y te puedes imaginar a los personajes tal y como tú quieres. Además, los libros son más largos y te duran lo que tú quieres que dure. Pero tampoco puedo decir nada malo del cine y los actores, ya que a mi me encanta actuar. En segundo de la E.S.O., yo estuve en teatro, pero después de dos meses, lo cerraron porque mucha de la gente que estaba apuntada al taller, no iba. Solo una amiga y yo íbamos todos los días. Pero bueno, que se le va a hacer. Ahora tengo mis libros y soy feliz, a parte que de eso hace mucho tiempo ya. Ahora era la misma Anna Castro, pero ya tenía mis diecisiete años. Cogí el libro “Donde los árboles cantan” de Laura Gallego, y fui directa a la recepción. Menos mal, la bibliotecaria todavía estaba allí, pero me estaba avisando de que fuera más rápida, ya que tenía que cerrar. Le hice caso y me di prisa.

Cogí mi libro y salí de allí por patas, ya que yo también tenía que estar en mi casa para comer. Mi padre me esperaba con macarrones con tomate y queso, mi comida favorita. Yo, por lo menos, siempre he preferido un buen plato de macarrones o de espaguetis antes que comer un buen solomillo, aunque tampoco le haría feos, la verdad. Ya saboreaba los macarrones en el paladar, con su carne picada y su queso...se me hacía la boca agua. Metí el libro en mi mochila y fui directa a mi casa. Lo malo del edificio donde vivía, es que estaba a un buen rato andando de la biblioteca y de la librería más cercana. Pero no pasaba nada, ya que mi vecino de la puerta de al lado, Antonio, trabajaba en la biblioteca por las tardes, y al volver de su turno, me traía los libros que le había pedido. Era un sol de hombre. Era mayor, sí, pero tenía una energía que no le quitaba nadie. Tendría sus setenta y cinco años ya, un bigote blanco y el pelo del mismo color, por el frente calvito y con gafas negras. Siempre llevaba camisas de cuadros o rayas por dentro y pantalones de pana sujetos por un cinturón. Iba encorvado, pero todavía no necesitaba bastón, por suerte. Era un viejete muy agradable y amable, que te llegaba al alma. De vez en cuando me traía los libros que había pedido a la biblioteca, pero que no podía ir a recoger, y como el pobre no tenía nada que hacer, me los traía y yo a cambio le servía una taza de café. Nos sentábamos y hablábamos sobre los libros, libros que me podrían gustar y los que “de eso nada monada”. Nos pasábamos un tiempo así hasta que al hombre le daba sueño y debía irse a su casa a tomarse sus pastillas.

Cuarto Creciente (En pausa).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora