Raiz

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Para quienes ambicionan el poder, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio.
Estas palabras del lider de una legión de divet fueron las últimas que oyó Artiosa antes de deplorar ante las aguas turbias; palabras que aún la atormentaban. Cuatro días habían pasado desde su llegada a la playa adonde había escapado. Al principio corrió, y luego, cuando dejó de oír cómo se le rompían los huesos de los granjeros y los soldados legionarios, siguió caminando. Marchó por las faldas de las montañas, sin atreverse a volver la mirada hacia la carnicería que había dejado atrás. La nevada había empezado dos días antes. O puede que tres; ya no se acordaba. Aquella mañana, al pasar frente a una capilla vacía, se había levantado una brisa desoladora sobre el valle. En aquel momento, el viento cobró nuevas fuerzas y las nubes, al separarse, le mostraron un cielo tan transparente y azul que por un instante creyó estar ahogándose de nuevo. Conocía aquel cielo. De niña lo había contemplado sobre las arenas. Pero no estaba en Sinaí. Aquí, el viento era su enemigo.

Artiosa se envolvió el cuerpo con los brazos, tratando de recordar el calor del hogar. El abrigo mantenía la nieve a raya, pero el aire helado se colaba de todos modos. La soledad invisible serpenteaba a su alrededor y se le metía hasta el tuétano de los huesos. Al acordarse de lo lejos que estaba de sus seres queridos cayó de rodillas.
Enterró las manos en los bolsillos y sus yemas temblorosas juguetearon con las piedras viejas y desgastadas que guardaba allí, en busca de calor.

-Tengo hambre, Eso es todo -dijo, a nadie y a todos a la vez-. Una liebre. Algún pajarito. Por la Gran maga, hasta me comería un ratón si apareciese.
Y como en respuesta a sus palabras, a varios pasos de allí, sonó un pequeño crujido sobre la nieve. El responsable, una bolita de pelo no mayor que sus dos puños, asomó la cabeza por la entrada de su madriguera.

-Gracias -susurró Artiosa con un castañeteo de los dientes-. Gracias. Gracias.

El animal le lanzó una mirada inquisitiva mientras ella sacaba una de las suaves piedras del bolsillo y la introducía en la bolsa de cuero de su honda. No estaba acostumbrada a disparar de rodillas, pero si la Gran Maga le hacía aquella ofrenda, no pensaba desaprovecharla.

Mientras el animalito seguía mirándola, aprestó la honda, ya con la pequeña piedra dentro. El frío la había hecho presa de su cuerpo entero y así no era fácil mover el brazo. Cuando alcanzó velocidad suficiente, dejó volar la piedra... y, con ella, un fuerte estornudo.

La piedra voló sobre la nieve y pasó rozando lo que hubiera sido su cena. Artiosa se echó hacia atrás, mientras el peso entero de su frustración se le escapaba formando un gruñido gutural cuyo eco resonó en el silencio. Aspiró hondo varias veces dejando que el frío le quemara la garganta.

-Si te pareces en algo a los conejos de la arena, donde hay uno de ustedes debe de haber una docena más -le dijo al vacío dejado por el animal, embargada de nuevo por un optimismo desafiante.

Apartó la mirada de la madriguera para dirigirla hacia el valle, donde se movía algo. Siguió su propio rastro sinuoso a través de la nieve. Más allá, detrás de unos pinos dispersos, había un hombre en la capilla. Al verlo, sintió que se quedaba sin aliento. Estaba allí sentado, con la melena oscura y enmarañada ondeando al viento y la cabeza pegada al pecho. Estaba dormido o meditando. Artiosa exhaló un suspiro de alivio. Ningún legionario que conociera se dejaría sorprender haciendo aquello. Recordó la cruda textura de la capilla que había sentido antes al pasar las manos por sus contornos curvos.

Un crujido súbito la sacó bruscamente de estos pensamientos. Luego, un estruendo, que se hacía más fuerte a cada segundo. Artiosa se preparó para la llegada de un terremoto que no se produjo. El estruendo se transformó en un crujido sostenido y aterrador, un estrépito de nieve compactada y piedra.
Intentó ponerse en pie, pero no tenía sitio donde esconderse. Se volvió hacia la roca que asomaba bajo la nieve sucia y pensó en el animalito, a salvo en su madriguera. Desesperada, se concentró en la rugosa superficie de la roca visible. Una hilera de columnas gruesas brotó del suelo. El parapeto de roca se elevó muy por encima de su cabeza, un instante antes de que la imparable avalancha blanca lo embistiera con un bum.
La nieve se abrió paso por la ladera que recién había aparecido y se derramó como una reluciente ola sobre el valle. Bajo la atenta mirada de Artiosa, la mortífera avalancha cayó sobre la pequeña cañada y engulló el templo.
Tan rápido como había empezado, la avalancha concluyó. Hasta el solitario viento enmudeció. Un silencio nuevo y amortiguado se posó pesado sobre ella. El hombre de la melena oscura había desaparecido bajo aquella avalancha de hielo y roca. Artiosa se dio cuenta de que se había salvado del alud, pero al comprender que no solo había condenado a un inocente desprevenido, sino que lo había enterrado vivo, sintió que se le encogían las entrañas
-Por la Gran Maga -dijo, a nadie y a todos a la vez-. ¿Qué he hecho?

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⏰ Última actualización: Oct 08, 2016 ⏰

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El vagabundo y el lienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora