capítulo X

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En el primer piso de la Bolsa Real de Londres hay un departamento infestado de escritorios alrededor de y entre los que se agita una apurada y gritona multitud de corredores de bolsa, amanuenses y mensajeros. Flanqueando este departamento hay puertas y pasillos que conducen a cuartos y oficinas adyacentes, y esparcidas por doquier hay pizarras de información, en las que diariamente son escritas por duplicado las tragedias marinas que ocurren en el mundo. En una esquina hay una plataforma elevada, consagrada a la presencia de un funcionario importante. En el lenguaje técnico de la ―Ciudad‖, el departamento es conocido como el ―Cuarto‖ y el funcionario es el ―Llamador‖, cuyo trabajo consiste en anunciar, con una potente y cantarina voz, los nombres de los miembros requeridos en la puerta, y los descarnados pormenores de las noticias del boletín antes de que sean escritas en la pizarra.
Este es el cuartel general del Lloyds, la inmensa asociación de aseguradores, corredores de bolsa y marineros que, empezando en el Café de Edward Lloyd a finales del siglo XVII, se ha convertido —reteniendo el apellido como nombre— en una corporación tan bien equipada, espléndidamente organizada y poderosa que reyes y ministros del Estado apelan a ella cuando hay noticias del exterior.
Ningún capitán o marinero se hace a la mar bajo la bandera británica sin ser anotado, e incluso las peleas en los castillos de proa y popa son registradas en el Lloyds para la inspección de futuros empleadores. Ningún barco naufraga en alguna playa desierta durante el turno de los aseguradores sin que la potente y cantarina voz lo anuncie cada treinta minutos como máximo.
Uno de los cuartos contiguos es conocido como el Cuarto de Derrota. Aquí se pueden hallar en perfecto orden y secuencia, cada una en su rodillo, las cartas de navegación más recientes de todas las naciones, con una biblioteca sobre temas marítimos que describe hasta el más mínimo detalle las bahías, los faros, rocas, bajíos y corrientes de viento de cada línea costera mostrada en las cartas; los rumbos de las tormentas más recientes; los cambios de las corrientes oceánicas y los paraderos de derelictos, buques abandonados y témpanos de hielo. Con el tiempo, un miembro del Lloyds adquiere un conocimiento teórico sobre el mar que raras veces es excedido por quienes en él navegan.
Otro departamento —el Cuarto del Capitán— es destinado al descanso y el ocio, y aún hay otro, la antítesis de este último, y es la Oficina de Inteligencia, donde quien lo requiera puede ser informado de las últimas noticias de éste o aquel buque retardado.
El día en que fue convocado el ejército de aseguradores y corredores de bolsa, el anuncio del Llamador, diciendo que el Titán había sido destruido, provocó un ruidoso pánico, y los periódicos de Europa y Estados Unidos procedieron a lanzar ediciones extra, dando los vagos detalles de la llegada a Nueva York de un buque transportando pasajeros rescatados, y esta oficina se vio invadida por mujeres lloriqueantes y hombres preocupados que pedían, y se quedaban para pedir de nuevo, más noticias al respecto. Y cuando éstas llegaron —un largo cablegrama—, exponiendo los nombres del capitán, el

primer oficial, siete marineros y una dama pasajera como aquellos que se habían salvado, un anciano y endeble caballero levantó su voz por sobre el llanto de las mujeres y dijo:
— Mi nuera está a salvo; pero ¿dónde están mi hijo y mi nieta?
Entonces se fue apresuradamente, pero volvió al día siguiente, y al siguiente. Y cuando en el décimo día de espera y vigilia supo que otro bote cargado con niños y marineros había llegado a Gibraltar, meneó lentamente la cabeza, musitando George, George, y dejó el departamento. Esa noche, tras telegrafiar al cónsul en Gibraltar para notificarle de su arribo, cruzó el canal.
En la primera ruidosa multitud de preguntas, cuando los aseguradores se habían encaramado en sus escritorios y demás para nuevamente escuchar sobre el naufragio del Titán, uno de ellos —el más ruidoso, un hombre corpulento con nariz aguileña y ojos brillantes— se abrió paso entre la multitud y se dirigió al Cuarto del Capitán, en donde, después de un trago de brandy, se sentó pesadamente, con un gruñido salido de lo más profundo de su alma.
— Padre Abraham [ Respecto del señor Meyer, hay indicios que me permiten afirmar que es un judío radicado en Alemania, y que por alguna razón se encuentra ahora trabajando en el Loyds. En primer lugar, en el original, hay algunos vocablos alemanes (el más usado de todos es Der) Por otro lado, cuando Meyer se entera del desastre del Titán, uno de sus compañeros aseguradores dice Pobre diablo. Pobre maldito tonto judío. De ahí que le haya impreso cierta acentuación en las erres.(N. del T.) ] — musitó—, esto me arruinará.
Otros entraron, algunos para beber, otros para condolerse, todos para hablar.
— ¿Un duro golpe, Meyer?— preguntó uno. — Diez mil— respondió Meyer sombríamente. — Te hace bien— dijo otro ásperamente—. Ten más cestos para tus huevos. Sabía que lo sacarías a colación.
Aunque los ojos de Meyer brillaron con ese comentario, no dijo nada, pero bebió hasta la inconsciencia y fue llevado a su casa por uno de los amanuenses. De aquí en adelante, descuidando su trabajo —salvo para, ocasionalmente, visitar la pizarra de boletines—, pasó su tiempo en el Cuarto del Capitán, bebiendo en demasía y maldiciendo su suerte. Al décimo día leyó, con ojos llorosos, puestos en el boletín, debajo de las noticias de la llegada a Gibraltar del segundo buque cargado de pasajeros, lo siguiente:
Boya salvavidas del Royal Age, de Londres, recogida en medio del naufragio en 45º20’N, 54º31’W por el buque Artic, de Boston. Capitán Brandt.
— ¡Oh, mi buen Dios!— gritó mientras corría al Cuarto del Capitán.
— Pobre diablo. Pobre maldito tonto judío— dijo un observador a otro—. Había asegurado la mayor parte del Titán. Tomará los diamantes de su esposa como saldo.

Tres semanas más tarde, Meyer fue despertado de un letárgico estupor por una multitud de gritones aseguradores, que irrumpieron en el Cuarto del Capitán, lo agarraron por los hombros y lo urgieron para que saliera a ver un boletín.
— Léelo, Meyer; léelo. ¿Qué piensas al respecto?
Con algo de dificultad, leyó en voz alta, mientras ellos observaban su cara:
John Rowland, marinero del Titán, con una niña pasajera de nombre desconocido, a bordo del Peerless, desembarca en Christiansand, Noruega. Ambos peligrosamente enfermos. Rowland habla acerca del buque partido por la mitad la noche anterior a la pérdida del Titán.
— ¿Qué dices de eso, Meyer? Royal Age, ¿No lo es?— preguntó uno.
— Sí —vociferó otro—, me lo figuraba. El único barco no reportado recientemente. Se había demorado dos meses. Fue mencionado el mismo día, cincuenta millas al este de ese témpano de hielo.
— Seguro—dijeron otros—. No se dijo nada sobre la declaración del capitán. Se ve raro. — Bien, y qué con eso— dijo Meyer dolorosa y estúpidamente—, hay una cláusula de colisiones en la póliza del Titán; yo simplemente pago el dinero a la compañía de vapores, pese al desastre del Royal Age.
— No tiene sentido, Meyer ¿Qué te pasa? ¿De cuál de las tribus perdidas saliste?—eres como ninguno en tu raza—, bebiendo hasta la inconsciencia, como un buen cristiano. Tengo mil puestos en el Titán, y si voy a pagarlos, quiero saber por qué. Has tomado el mayor riesgo, y tienes los sesos para lucharlo, debes hacerlo. Ve a casa, recupérate y atiende esto. Vigilaremos a Rowland hasta que regreses. Seremos bastante cautos.
Lo pusieron en un coche y lo llevaron a un baño turco, y después a casa. A la mañana siguiente, estaba en su escritorio, con la mirada y la mente claras, y por unas cuantas semanas fue un ocupado y dedicado hombre de negocios.

FUTILIDAD O EL NAUFRAGIO DEL TITÁN Morgan RobertsonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora