La mirada de Stillman se topó en el espejo con una imagen que le paralizó. El rostro de su agresor y el brillo impío de sus ojos. El tiempo y la circulación de la sangre se detuvieron. Los ojos verdes de cerámica del muñeco de Rob le miraban mientras sostenía el cordel que le estaba absorbiendo la vida. Él sabía que estaba a punto de morir y el vacío en su interior volvió a crecer.
Ese vacío comenzó a reconcomerle con el anterior niño. Poco más de un minuto braceando, tratando de zafarse de la presión en su garganta. Apenas unos instantes en los que Stillman disfrutó sintiendo la esencia apagarse y el pequeño cuerpecillo de siete años, rendirse y dejar de ofrecer resistencia bajo su peso dejando escapar su vida mansamente. Había sido corto, poco satisfactorio, y ni siquiera la imagen del pequeño con los colores de la asfixia y el gesto de desesperación esculpido para siempre en el rostro había sido suficiente para guardar el buen recuerdo de los diez niños que había asfixiado ya. El muñeco que se había llevado del dormitorio esta vez apenas le había producido esa satisfacción al revivir ese instante y disfrutarlo con solo mirarlo. Recrearlo en su mente y excitarse, y cómo su sexo se endurecía. Apenas se había masturbado dos veces con aquel perrito de peluche que se llevó.
El siguiente niño había sido distinto. Había elegido uno más mayor. Rob tenía diez años y ofreció mayor resistencia. Empujaba con todas sus fuerzas el cuerpo de Stillman que a horcajadas sobre él apoyaba todo su peso. En un par de empellones había estado a punto de hacerle caer de la cama. Apretó el cuello con más fuerza. El riesgo hacía que resultara más excitante. Se balanceó un par de veces más por la fuerza del chico. Su rostro, rojo al principio, tratando de aliviar la presión del cordel de cáñamo azul y verde sobre su cuello. El mismo cordel delgado pero sumamente resistente con el que había estrangulado a los otros once niños. Le daba suerte aquel trozo de cuerda.
Rob comenzó a amoratarse y sus ojos reflejaban la convicción de que estaba a punto de morir. Los ruidos de su paladar, guturales, que parecían tratar de pedir clemencia. Luego perdió el conocimiento y Stillman eyaculó involuntariamente en su ropa interior. Lo miró con una sonrisa siniestra en los labios y observó la camiseta del pijama de un superhéroe vestido de negro que no reconoció moverse arriba y abajo. Aún no estaba muerto y volvió a presionar el cuello con el cordel hasta que estuvo seguro de haber cumplido.
Stillman buscó sobre la cama y en el suelo su trofeo. Rob era más mayor y no dormía con ningún muñeco. Siempre elegía el más cercano, con el que estuviera durmiendo. Miró a su alrededor, sobre una repisa había un payaso de trapo con la cara y las manos de porcelana. Ese parecía el objeto que necesitaba. El que mejor evocaría ese recuerdo. Cogió el muñeco con los guantes y el sonido de un cascabel cosido al sombrero le aceleró el corazón. Tuvo miedo de despertar a alguien de la casa con aquel ruido. Guardó el payaso y el cordel en su mochila y salió por la misma ventana por la que había se había colado.
Arrancó su Ford azul sin encender los faros y recorrió la calle a oscuras, como un fantasma. Al llegar a la autovía se sintió más relajado. Aún no había llegado la hora en la que los trabajadores peregrinaban hacia sus oficinas y sus obras. Había poca circulación y el silencio en el interior del coche hizo que pudiera sentir los latidos de su corazón excitado con la nueva aventura. Miró la mochila sobre el asiento del copiloto y pensó en el payaso. Aún tenía mojada la ropa interior y una amplia sonrisa de satisfacción. Esta vez serían muchos meses los que iba a poder revivir esos instantes. Aquellos muñecos eran la clave. Una chica interna que le cuidaban aquellas largas semanas siendo un niño en que sus padres estaban viajando le enseño que el alma de un niño tiene miedo y busca su mejor muñeco para vivir en él y no irse nunca de su hogar.
Sonó un cascabel en el habitáculo. El que llevaba el payaso en su gorro.
Stillman alargó el brazo hasta la mochila. La cremallera estaba abierta. Se estiró un poco más y miró de reojo hacia el asiento sin quitar la otra mano del volante. Rebuscó un poco dentro pero no notó ninguno de los objetos que había metido allí. Quizás estaba un poco lejos. Tendría que tumbarse mucho y perdería de vista la carretera. ¡La carretera!
Enderezó el volante bruscamente a pocos centímetros de salirse de la carretera y la mochila cayó del asiento. Respiró profundamente una vez que había recuperado el control. Más tarde miraría en la mochila, pero en ese momento no quería tener un accidente. No podía permitirse que un agente descubriera el payaso y el cordel. Por muy inepto que fuera, ataría cabos y le detendría.
Volvió a sonar el cascabel. Posiblemente se había caído el muñeco de la mochila y estaba suelto por el coche. Le ponía nervioso no tener todo bajo control. Correr riesgos innecesarios, no saber dónde está el cordel o el trofeo en cada momento le producía una inseguridad que detestaba en cualquier persona, y más en él mismo. Había descubierto que disfrutaba el riesgo y la emoción de la caza. Buscar su siguiente víctima, elaborar un plan y entrar con sigilo por una ventana. Pero necesitaba tener un orden estricto en cada paso que daba. Gruñó de disgusto. ¿Había sido él el que había gruñido?
Sintió la presión contra su cuello. Los ojos se le abrieron como los de un búho y el terror era visible en sus cristalinos. Su mente dejó de prestar atención a la conducción y el vehículo comenzó a frenar su marcha con el roce del lateral contra la mediana de hormigón. Con las manos trató de aligerar la presión y fue consciente de que lo que le asfixiaba era su propio cordel azul y verde. Alguien apretaba desde el asiento trasero con firmeza. Braceó tratando de golpear al que estuviera allí. Sin embargo sus puños no alcanzaban bulto alguno. Sus ojos buscaron a su alrededor un arma, cualquier objeto que le ayudara a liberarse.
Entonces su mirada se topó en el espejo con una imagen que le paralizó. El rostro de su agresor y el brillo impío de sus ojos. El tiempo y la circulación de la sangre se habían detenido. Los ojos verdes de cerámica del muñeco de Rob le miraban mientras sostenía el cordel que le estaba absorbiendo la vida.
Sus ojos se mantuvieron abiertos como si no tuviera párpados un instante más. Estaba petrificado ante el espejo retrovisor por el horror. Podía ver los brazos de trapo del payaso de un niño de once años que estaban a punto de matarle, quizás, ajusticiarle.
Aquella mañana de martes no resultó un día ordinario para los policías del turno de noche de la ciudad. Cuando llegó la llamada de la familia Kirkman que había encontrado a su hijo Rob de once años estrangulado en su propia cama, estaban todos los agentes ocupados con un accidente a pocos kilómetros, en la entrada de la autovía.
Los primeros inspectores que acudieron con urgencia a la casa sabían que se encontrarían con la duodécima víctima de "El monstruo del armario". Atrapar a ese asesino en serie había sido una obsesión para todo el cuerpo durante los últimos años. No dieron importancia al muñeco de payaso sentado frente a la puerta de la casa. Como si estuviera esperando a que le abrieran para volver al lugar en el que había sido feliz, para quedarse para siempre.
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El payaso de Rob
HorrorUn dulce muñeco puede ser la cara más amarga de la muerte. Si lo lees de noche en solitario no me pidas responsabilidades si te provoca insomnio.