PUPILAS

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Juan llevaba una vida normal. Común y corriente por donde se lo mirase. Rozaba los treinta años, tenía su título de abogacía en mano y trabajaba por las mañanas en un estudio jurídico. Todo marchaba como se suponía debía ser. Su novia Rosario lo esperaba todas las tardes en su nuevo departamento del centro. La comida estaba hecha, casi siempre su preferida, y la llamada telefónica diaria de su madre nunca pasaba de las siete de la tarde. El orgullo brillaba en el tono de voz de la mujer al pronunciar las primeras dos palabras: 'hola Juancito'. Curriculum impecable, vida sana y feliz, ambiciones y objetivos, un hombre hecho y derecho.

Cada noche antes de vestirse para ir a dormir bajaba –por las escaleras, debo aclarar- a sacar la basura. Y allí, cada noche, frente a la puerta del edificio lo esperaba el cesto de basura. Un cesto normal, común y corriente. Un contenedor de plástico para nada interesante. Llano en significado. Excepto para Gianfranco, quien lo odiaba con todo su ser. Así como odiaba las puertas del edificio, las cortinas y persianas –sólo si estaban cerradas, por supuesto. Odiaba con firmeza todo aquello que bloqueara su vista, puesto que su mayor pasión, o si se quiere mayor obsesión era la de observar la vida perfecta de su vecino del edificio de enfrente. Es que Juan además de exitoso y humilde era el prototipo perfecto de quien, según Gianfranco, quiere ser espiado. Claro, era toda una fachada envidiable. Juan debía tener algún secreto morboso o hobby poco saludable y Gianfranco sería quien lo atraparía con las manos en la masa. Sin embargo, dos años y medio de ardua observación no habían hecho otra cosa que obsesionarlo aún más. Pero Juan ya no era lo que veía, sino el cesto, las ventanas cerradas, las paredes... Todo aquello que volvía a Juan una incógnita, un personaje oculto. El odio, la ira que estos simples pero profundos objetos le provocaban al chocarse con su vista, eran lo que alimentaban la curiosidad de Gianfranco. El impulso para seguir mirando, una excusa. Quizás mañana, la ventana se abra, el cesto se corra o Juan esté frente a la pared y no detrás de ella.

Todos tenemos secretos y el hecho de no tener al alcance de la mano ningún dispositivo tecnológico para poder leer mentes mantenían a Gianfranco despierto cada noche luego de observar como Juan y su novia se acostaban en la cama y apagaban las luces. La oscuridad, otra gran enemiga. En lo más profundo de su conciencia Gianfranco se sentía un pervertido. Un rarito. Un acosador. Pero no podía evitar justificar sus actos de observación en la simple idea de que todo hombre tiene su perversión. Quizás la suya fuera la de observar a su vecino hasta encontrar la de él. Jamás sabría si esta perversión tiene fin hasta no concluir con su cometido. Hasta ese entonces, el fin justificaba los medios.

Mirar el techo era una buena forma de sobrellevar las noches de insomnio. Gianfranco era una persona muy consciente de todo lo que tenía alrededor. De hecho era tan consciente que temía de una forma extrema al exterior de su departamento. Su vista y otros sentidos se veían sobre exigidos en la calle o cualquier otro ambiente ajeno al propio. Esto no quiere decir que Gianfranco se limitaba a la vida en su departamento, ni mucho menos su habitación. El solo hecho de pensar en que alguien podría vivir toda una vida dentro de ese espacio es, valga la redundancia, impensable. Gianfranco salía a la calle, lo detestaba, pero aún más el no moverse. Este quizás fuera el motivo por el cual sufría de insomnio. Pensar para él era algo que lo abrumaba, y cuando estaba quieto y no estaba observando a Juan, no podía evitarlo. Por eso observaba el techo. O cuando estaba en la calle, observaba sus pies. O cuando hablaba con alguien, miraba directo a una pupila, la observaba y analizaba. Desde chico había adquirido la habilidad de concentrarse en algo fuertemente mientras hablaba de otra cosa. Era una de esas cosas lo suficientemente peculiares para incomodar a cualquiera que no sea consciente de ella. Gianfranco miraba las pupilas porque se decía a sí mismo que era allí donde se albergaba el alma de cada persona. Y observar el alma de alguien era llegar a conocerla por completo. Así no necesitaría jamás hablar con alguien por fuera de lo necesario. Charlar con alguien para llegar a conocerlo mejor estaba totalmente por fuera de sus planes. Le quitaría tiempo y requeriría de un esfuerzo inmenso para evitar pensar durante toda la situación. Debería observar otra cosa que no fuera la pupila del ojo. El pelo, las manos, el cuello, la boca. Pero todo aquello lo haría quedar como alguien muy extraño. Más de lo que ya era para el resto de las personas.

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⏰ Última actualización: Jun 27, 2017 ⏰

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